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Néstor Sánchez, poeta insólito, por momentos boscoso

Esther Peñas /  3 mayo, 2019 

Cuesta entrar en la novela. Se hace indescifrable, ardua, inaccesible. Hasta que se encuentra el tono, la charada, la grieta

Por Esther Peñas

 

Digámoslo pronto, Néstor Sánchez es un autor no fácil, por usar un eufemismo. Es un poeta insólito, por momentos boscoso, demasiado boscoso, pero consciente de lo que hace, cómo lo hace y su porqué. Eso ya merece nuestro respeto. Un escritor de la estirpe de Macedonio Fernández (pienso en su Museo de la novela negra) o, en otro orden de cosas, próximo a nuestro valleinclanesco Tirano Banderas, por su lenguaje desbordante y alucinado.

 

Hablamos de ese escritor y traductor y poeta convencido que fue Néstor Sánchez, un argentino nacido en 1935 y que nos dejó hace 16 años, en 2003, en esa misma ciudad que lo alumbró, Buenos Aires. Hablemos de ese bailarín profesional de tango, de su larga estadía en Estados Unidos, dieciocho años, por cuyas calles deambuló como un vagabundo (no es metáfora) ya sin escribir, porque se le había acabado la épica, alimentándose como podía (vendiendo envases de refrescos, por ejemplo) hasta que su hijo lo recogió y lo llevó de nuevo a la Argentina, en 1986. Hablemos de ese entusiasta que, en 1955, formó conjunto con Juan Carlos Copes con el que disfrutó de la música.

 

Hablemos de su amistad con Cortázar, a quien envió su primera novela, Nosotros dos, y a quien dejó fascinado. Cortázar hizo de valedor suyo, peleó para que se la publicaran, se reencontró con él en París, ciudad en la que Néstor Sánchez trabajaba para Gallimard, donde hacía informes de lecturas (donde publicaron su primer y cuarto libro), donde se encontró (esto sí es metáfora, y no) con un personaje que lo influyó muchísimo, Juan Matus, ese don Juan de Castaneda, mitad chamán, mitad embaucador –según algunos-, que descubrió a tantos lectores un mundo presidido por la magia, por la mescalina, por las enseñanzas que van más allá de los principio aritméticos. «Juan Matus, quizás el personaje más bello de toda la humanidad en su conjunto», escribió Néstor.

 

Cómico de la lengua [Néstor Sánchez]

 

Hablemos de ese feligrés de lo esotérico, de ese místico convencido de que la palabra es un vaso comunicante con cuanto no se ve, la palabra como un puente para cruzar al lado de lo invisible que nos gobierna. De su adhesión al grupo Gurdjieff, dedicado al conocimiento sagrado. Hablemos de él y de su no formación universitaria, de su aprendizaje personal, formándose en la lectura, lector de páginas que le fueron, como a cada uno de nosotros, puliendo, dando pautas, haciéndole soñar.

 

Hablemos de ese autor de Esperando a tu hijo, de la que renegó, de ese vindicador de lo que nombró como «novela poemática», que une la experiencia de vida y literatura a la poesía. De esa «estafa biológica», como llamaba Sánchez a la brevedad de la vida, en su tarado intento de zafarse de ella.

 

Hablemos de sus títulos, Siberia blues, El amhor, los orisinis y la muerte, La condición efímera, Ojo de rapiña, monólogos sobre una experiencia de escritura. Por ejemplo. Pero hablamos de Cómico de la lengua, su última novela, la culminación de un sendero propio en el que alcanza los límites de la lengua. De un libro que reedita Libros de la resistencia y que conocimos en España, por Seix Barral, en 1973.

 

Ubiquémonos. La novela nos narra la transmisión de un manuscrito en el que el protagonista, Roque Barcia, es al tiempo uno de los personajes narrados. La maravilla. Pretende, Barcia, organizar (retiempar, nos dice, en un triple salto semántico) el itinerario que emprende un grupo de amigos, que los lleva desde Argentina a Europa, Estados Unidos, América Central. Los amigos: Mauro Chavarría, Juan Juan, el Fantasma, Nacha Ortiz.

 

Roque, narrador y narrado, comparte algunos tramos del viaje. Asimismo, como narrador, está dentro y fuera del mundo representado, lo que nos coloca en un vértice en el que contemplar con cierta ironía este ente literario —el narrador—.  También nos remite al problema de la autoría, tanta veces abordado dentro y fuera del territorio literario (El Quijote, Manuscrito hallado en Zaragoza, Siete personajes en busca de autor, Niebla, La escala de los mapas…)

 

La autoría puesta en entredicho no sólo porque no sabemos con exactitud la autoridad del narrador, sino porque el texto está plagado de citas, de palabras en otros idiomas (inglés, griego, latín, francés, hebreo) incluso dentro de la misma unidad sintáctica. Cita a Ismael, que es un personaje de El amhor, los orsini y la muerte, un personaje del propio Néstor.

 

Existe, para más clarivedencia, una cierta pereza del narrador a narrar, lo que nos invita a pensar que no es su historia la que nos está contando, o por lo menos pone de manifiesto que la fuente de la historia es otra ajena a quien nos narra. Nos está contando algo y de pronto utiliza un «etcétera», como si le hubiera, de pronto, dejado de interesar la historia; recurre a hipótesis que de nuevo atentan contra la fe que uno —el lector— deposita en quien narra, por no hablar de los recursos tipográficos, tan próximo a Mallarmè, pero también a alguien mucho más lúdico, Jardiel Poncela. O de los supuestos errores de máquina en el manuscrito que se nos cuenta. «Un librito tísico con faltas de ortografía».

 

Cuesta entrar en la novela. Se hace indescifrable, ardua, inaccesible. Hasta que se encuentra el tono, la charada, la grieta. Imposible leerse de a poquito porque  no se produce el fulgor de la seducción que acontece cuando en el acto de fe de todo lector se espera que se produzca el arrebatamiento.

 

La búsqueda y la presencia de lo inscripto, como lo llama el narrado, lo oculto, lo que el lector tendrá que averiguar. Y el juego del pictogram:

 

«Si me sí o no puede ser o si fue máscara».

 

El reflexivo es la clave. Si ese reflexivo es el propio Néstor aplicado al narrador y presuponiendo que se pregunta a sí mismo sí o no puede ser o si fue máscara… ¿Qué sucede? Todo se subvierte, la charada se completa. ¿Quién es uno, en realidad?

 

Después, la cruz, símbolo por antonomasia, símbolo cristiano pero también esotérico, que conjura la confluencia de mundos, de sexos, el tiempo de los relojes y el que los excede.

 

Néstor Sánchez. Ese escritor de culto homenajeado por sus amigos cuando lo creyeron muerto y no lo era. Escribió Cómico de la lengua y, ya en Buenos Aires, La condición efímera, un ramillete de relatos, de donde procede ‘Diario de Manhattan’, recientemente editado en España. «Se me acabó la épica», respondió cuando un periodista le preguntó al respecto. Inmensa respuesta. Se le acabó la épica. A él, que escribió a la contra de la novela canónica, como el salmón. Como Cortázar. Obligando al lector a no dejarse llevar sino, como en el tango, a colocar en la acción (de leer) su atención y su escucha, también su ternura y su deslumbramiento.

 

Cómico de la lengua está disponible en la generosa red de librerías con que las que trabajamos. Si no ves en el mapa una que te quede a mano, pregúntanos: librerantes@librerantes.com

 

 

 

 

 

Néstor Sánchez, en argentino

por Hugo Savino

(Texto de presentación, junto a Mercedes Cebrián y Edmundo Garrido, en la librería Enclave, Madrid, de la reedición de Cómico de la lengua de Néstor Sánchez en Libros de la Resistencia, Madrid, 2018.)

 

 

 

Hay una frase de Laura Estrin que me gusta para empezar :

“Y es cierto, si no se empieza por la vanidad, por el mito... ¿por dónde si no? Por la ficción, decían…” Sí, decían ficción, y eso resumía todo, pero sigue siendo una palabra actual,  de época, y ya era y es una palabra de museo en la obra de Néstor Sánchez. Todo lo que es de época es museo.  Así que tenemos estas otras palabras: vanidad, vanidad de vanidades, mito, zona mítica, que se harán canto. Y canto es desarrollo de canto. El concepto de ficción se deshace en Néstor Sánchez. O más preciso: se hace y deshace. No hay tema. No hay relato. Hay motivos. Ficción y relato para él van de la mano. Y los relatos son fabricaciones de la propaganda. Se escriben para convencer. Tienen en cuenta al lector. Ese perezoso que casi siempre finge leer. No son poema. La obra de Néstor Sánchez, su manera de oír la literatura está del lado del recitativo. Del motivo. Sánchez escribe acentuando la palabra en la escritura, no en la letra. Sus libros, a partir de Siberia blues,  empiezan a caer en un espacio que solo lee la letra. La crítica empieza a profesionalizarse. Aparecen las gangas: estructura, el placer del texto. Es el momento en que la literatura solo se ocupa de la letra, o sea del relato. Narración sin recitativo. Una menesterosidad que ocupará todo el terreno. Coro de monaguillos de la letra que solo lee el tema. Lee el relato. Ahí, en ese punto situado, Néstor Sánchez entra en conflicto con su época. Cada libro acelera la separación. En  el territorio de la inflación de la letra, él escribe frase y ritmo, entre tensión trágica y humorística. Escribe una sintaxis retorcida porque este libro se le impone como exigencia de enigma, de libro en estado de pregunta. Ni personajes-símbolos, ni personajes-heraldos (Carlo Emilio Gadda). Los libros de Néstor Sánchez siguen, como las personas  de Cómico de la lengua, su viaje del norte hacia el norte. Con tironeos al sur. Se alejan del centro de su época. A Néstor Sánchez la palabra se le hace frase y desarrollo de frase, y activamente enigmática.

 

Hay un leer para transformarse – Mauro Chavarría ausencia de dos días,  y vuelve con una pila de libros que compró. ¿La zona mítica exige lectura? ¿Es como la leyenda? La conquista de una voz es una zona mítica. Y esa zona mítica incluye una poética del rechazo. Cómico de la lengua es una crítica a la figura del escritor como maniquí solemne:  “Por primera vez experimento la necesidad de decir cosas, pero cosas que siento como esenciales, y no reflexiones derivadas de la cultura. Conocí a esa clase de escritores que creen poseer la “verdad”, escritores muy conocidos que enuncian “verdades” definitivas, sin duda por miedo a descubrir otras cosas que socavarían su modo de vida y su escritura… Me interesé en ellos, en sus vidas, los escuché hablar: me espantaron.”

 

Y están las citas que abren el libro: la de James Joyce:

De la inexistencia a la existencia él venía a los muchos y era recibido como unidad; existencias a existencia él era con cualquiera como cualquiera con cualquiera; ido de la existencia a la no-existencia sería percibido por todos como nada.

 

La cita del tío Ismael:

¿Acaso nada más, cómico de la lengua, vigilo lo que no conozco?

 

 

Cómico de la lengua es un libro de preguntas sin respuestas: “La escritura cuando alcancé el estado esencial de pregunta tendió a un humor grave, acaso angustiado.” El estado de pregunta disuelve la solemnidad que impone el tema o el relato. Cómico de la lengua es un catecismo recuchicheado. Entonces: ¿qué vigila ese cómico de la lengua? El escritor como cómico. Igual que el traductor como estafador (Bernard Hoepffner) sale del círculo social de la charlatanería. Del realismo lógico. Los dos, cómico y estafador, o ladrón de bancos, o de estaciones de ferrocarriles, vigilan que su oído no se arruine en la solemnidad del saber, que generalmente tiene a la ficción como valor absoluto. Como “literatura universal”. El boom fue, entre otras cosas, esa ambición ridícula a literatura universal. Los libros en el changuito del supermercado fue y es otra figura de historia santa. Sánchez se rebeló contra su inclusión en el boom, al que consideraba uno de los momentos más bajo de la lengua española, para no perder la voz. El boom para Néstor Sánchez es la época. Los vanguardistas subvencionados que lo acusan de experimental, en realidad, se escandalizan de su no adhesión a la carrera literaria. Industriosos como son, no conciben un escritor que solo escribe. Y hacen de Cómico de la lengua el “patito feo” de toda la obra. Cómico de la lengua es también la búsqueda de una poética de la separación de su generación. Trata de acelerarla escribiendo su travesía. La época tiene sus lugares comunes, y los impone desde sus instituciones. El poema en la concepción de Roque Barcia es a contracorriente de la época. Digo Barcia y puedo decir Néstor Sánchez. Decir boom era una apuesta a esencializar la literatura. Néstor Sánchez escribía para dar a escuchar un poema. El suyo. Ni esencializaciones ni acontecimientos. No era una cuestión de  subjetividad absoluta, de poesía, era una subjetivación en la lengua.    

 

Obra donde el describir lo impone el mismo ritmo.   

  

La cita de Joyce, pertenece al capítulo que Néstor Sánchez tuvo como guía para este libro, Itaca, el número 17, “el patito feo del  libro” (James Joyce a Frank Budgen). Y este capítulo es el regreso a casa. Bloom y Stephen van en “curso paralelo” a la casa de Bloom. Van a la cocina y ponen el agua para tomar algo. Y Néstor Sánchez invierte Itaca, en Cómico de la lengua hay un ir del norte hacia el norte. Salir de casa, de la cocina, de lo encásico. Siempre del norte hacia el norte. ¿Búsqueda del paso del Norte? Acá no hay regreso a casa, están los que se quedan allá, los Urrutia, las cartas de Juan-Juan aburrido y tocando en el piano siempre el mismo tema que le pide la gente, entre despianizarse y repianizarse, y los que van detrás de los que partieron, y los que siguen partiendo, hay exilio, hay lo exílico en la atmósfera. Hay varios exilios, el exilio en el propio país, en la cultura, se puede estar lejos y ser forastero, o “extranjero en el tiempo”, basta con no ser de la parroquia, por ejemplo. Ahora, de la parroquia narradores. No hay que irse para ser un exiliado, exilio en Néstor Sánchez tiene una historicidad, que arranca en Nosotros Dos y llega hasta El drama sin atenuantes. Y el exilio se hace errancia, y lo que sigue hay que leerlo, no se puede filosofar, retoriquear encima de los libros de Néstor Sánchez.

 

¿Un irse que se detiene alguna vez? ¿O, acaso, se hace moneo ambulatorio? 

 

Está el Eclesiastés. Entre las líneas. Esa vanidad de vanidades que Néstor Sánchez explora en sus libros o entrevistas. Acá, una de las vanidades, tal vez, la mayor, es “la tentación literaria sin atenuantes”, entonces, hay que explorar esa vanidad. No es interpretable, no es contable. Se escucha en cada lectura.

 

Están las ausencias: nombro dos:

 

La muerte es la ausencia interminable de perro.

 

Y la ausencia inacabada de mona.

 

O sea: hay ausencia interminable de perro y ausencia inacabada de mona. Y más ausencias “en el gran trinar adentro del verde que por su parte reverberaba” que se arman y rearman. Y hay presencia de “poema en el sentido de ser o en todo caso admitirse un guijarro de playa”, tal vez podemos decir: hay guijarro Joyce.

 

Está lo lumpen a lumpen: “el beisbolista Jack Kerouac releyendo incansablemente”. Y Néstor Sánchez a Marta Gallo: “Y de una manera fundamental con un texto que la literatura americana tiene que reverenciar para siempre como es El Angel Subterraneo de Kerouac. Cuando él hace coincidir el temblor de la página con esas expectativas que en mí eran exactamente coincidentes […]”. 

 

Está la línea que recorre toda la novela: la tensión entre lo reconvocante y lo desconvocante. La imposibilidad de comunidad sagrada. Y lo que reconvoca insistentemente a ese estrago llamado lo sagrado. La libreta de notas, ese correr de Roque Barcia a la nota, es el desacato a lo convocante-reconvocante sagrado. A lo sagrado que es fusión, y es lo contrario de lo divino. Primero el verbo, después la letra. La escritura, esa vanidad de vanidades, se hace en soledad. Se la mastica, hasta hacerla canto. O, fatal, se pierde la voz. Con la filosofía, “cuando el predicamento poemático de la página termina en la filosofía, todo entra en un plano secundario.” 

 

Y está Maimónides, que abre a lo divino: “Maimónides aseguraba, por su parte, que solo eran divinas las palabras de un sueño cuando resultaba imposible comprobar quién era,  en todo caso, el que las había pronunciado.”

 

Están los reproches a la sintaxis de Néstor Sánchez y están los reproches a la persona de Néstor Sánchez. Vieja manía sainte-beuviana. Pretensión de conocer a la persona para conocer al escritor. Más que vanidad. El reproche del academicismo actual es que Néstor Sánchez es muy experimental. Escuchan con el oído de Adorno cuando tal vez les iría mejor si escucharan con el oído de Aníbal Troilo o de Charlie Parker. ¿El reproche a la persona? Y bueno, eternos llorones del compromiso, Néstor Sánchez también, era un sujeto psicológico.

 

Y está la renuncia a la ilustración: “Barcia renunciando  a ilustrar literariamente cómo piensa una mujer, en este caso con un hijo y abandonada en la selva: la desidia bendita de Barcia.”

 

La desidia como fuerza asocial. Contra la jauría de los arcángeles de la poesía. Que aman la poesía, la filosofía y no el poema. ¡Ayúdanos desidia bendita de Roque Barcia! 

 

Cómico de la lengua lleva a estado de sospecha lo duradero en común: “Ni mosquitos ni mona empedernida, ni jeep, ni Nacha, ni siquiera esa sala levantada como si fuese posible algo duradero juntos.” 

 

La pretensión enfática de sentirse escuchado, que tal vez equivale a pretensión a terminar encuadernado como literatura universal aturdiría hasta el hartazgo: ¿o no?, a esto una respuesta en forma de pregunta: “¿Acaso creyó saber que lo escucharían? ¿Es realmente imprescindible sentirse escuchado?”   

 

Cada vez que abro un libro de Néstor Sánchez, todo vuelve a resituarse. Uso este re, sobre todo porque en este libro intensifica el empleo de este prefijo. En Cómico de la lengua las personas vuelven a “requererse con dificultad de corazón y de sintaxis.” No se escribe, se remingtonea. La sintaxis es un eje de relación. Néstor Sánchez, como decía Mallarmé, es un sintaxero. Y como sobre el lenguaje solo hay puntos de vista, la lectura vuelve a desplazarse, cada vez. Y esta vez el prefijo re se me impuso, y sobre todo  el verbo remingtonear. Néstor Sánchez, en Cómico de la lengua, pide una lectura que no le ponga límites ni al tiempo ni a la sintaxis, el futuro acá se quiere trágico, cómico e indeterminado. Cómico de la lengua es una lucha entre lo acabado y lo incumplido. Entre soy y será que será. Aquí, el estado de pregunta es cómicamente infinito. Y escrito en argentino. En el argentino de Sánchez. Pero, y hay que insistir, no es la época la que escribe, es Néstor Sánchez. Que no se pone bajo el paraguas de ninguna garantía. Pone el cuerpo en el lenguaje. No hace estilo, hace ritmo. En Néstor Sánchez el lenguaje es una relación con el cuerpo. Y ese re desborda cualquier efecto de sentido, no es  efecto sonoro, es “subjetivación máxima”, no es experimental porque está el cuerpo en el lenguaje escribiendo lo que no tiene y lo que no sabe. 

 

Y están las secuencias de cine mudo –que ya estaban en El amhor, los orsinis y la muerte: “Los ojos del fantasma debieron presenciar la despedida de Pedro y Marisa breve, dificultosa, con los brazos de los cuatro que se entrecruzaban, con una de las valijas que se abría.” O: “Max Linder en la pantalla espejo y un helado de limón que se deshace despacio en la mano derecha.”  El cine sonoro, o lata sonora: “Solo por las calles abarrotadas de Londres mientras triunfaba masivamente el cine sonoro”, será una demostración abrumadora de diálogo, estará cerca de eso que Néstor Sánchez llama, con humor: “literatura universal”, esa no-lectura  que ve sin ser visto, que está sin estar, que todo lo sabe, que todo lo que se escribe “lo aumenta con alguna que otra reflexión contingente” , en fin, el detestado realismo omnipresente que solo sabe hablar la voz del amo. 

 

Roque Barcia siempre teclea una relación: “encuentros furtivos, plaza, extrañeza del yeso ausente, amargura y como una sorpresiva fugacidad de las cosas.” Roque Barcia siempre entra en pausa manuscrítica, Roque Barcia siempre en disyuntiva entre no traicionar lo cronológico y el atrevimiento anticronológico. O descifra los papelitos de una carta. De una u otra manera, escribe hacia: “Repentina precisión en el teclear barciano.”

 

Este libro también es una voz de humor, que hay que pescar como perlas, entre las líneas: “más un rencor también imprevisto hacia lo medieval como alcalde.” Antidesfile: “que lo festivo no debe dejarse de lado porque la prescindencia de lo festivo representaría el triunfo final de los desfiles y de las estatuas y del bajo romanticismo francés y de todos los diarios de la mañana y de la noche.” No es la voz de un predicador de la ficción, no es puesta en abismo, hay un manuscrito dando vueltas, hay pausa manuscrítica en Roque Barcia, hay 19 libretas de apuntes, hay una Remington, hay tecleo. En ese amasijo el sentido se hace y se deshace. La voz del libro apunta a la de un sabio con la tela rajada. Una palabra de sabio cómico del Eclesiastés que

 

reconjetura

remingtonea

resiente lo sentido

un Barcia que hace relectura del Eclesiastés. 


Por Xavier Ayén

 

No hay vida más dramática, misteriosa y literaria en el universo de los escritores latinoamericanos de los años sesenta y setenta –la época del boom– que la del argentino Néstor Sánchez (1935-2003). Vivió en Barcelona junto a García Márquez, Vargas Llosa o Donoso, fue representado por Carmen Balcells, editado por Carlos Barral y hasta el mismísimo Julio Cortázar pareció señalarlo como su sucesor. ¿Qué pasó para que, unos años después, acabara despojado de todo por las calles de Manhattan, donde dormía? ¿Por qué le dieron por muerto hasta que reapareció, por sorpresa, para pasar los últimos años de su vida en Buenos Aires?

Cortázar, Bolaño o Vila-Matas, fueron admiradores de su exigente prosa.

Néstor Sánchez –que contó también con Roberto Bolaño entre sus seguidores– está de actualidad por varias ediciones recientes. Ediciones Sin Fin ha publicado, por primera vez suelto, su Diario de Manhattan, las anotaciones que realizó mientras vagabundeaba por Nueva York en los años setenta y ochenta. Asimismo, la madrileña Libros de la Resistencia acaba de publicar Cómico de la lengua, el libro de 1973 que escribió en Barcelona gracias a los pagos mensuales que le adelantó Carlos Barral. Y Varasek ha lanzado Sobre Sánchez, aproximación biográfica escrita por el argentino Osvaldo Baigorria. Además, el mexicano Jorge Antolín ultima una biografía que está previsto publicar a principios del año que viene. Todo ello se suma a la labor de rescate que encabeza su hijo Claudio en Argentina y de la que aquí fue precursora RBA al publicar en el 2012 su primera y segunda novela en un volumen, Nosotros dos(1966) y Siberia blues (1967).

 

Una vez este redactor preguntó a Carmen Balcells cuál había sido el momento más triste en su carrera profesional. La superagente no lo dudó: “El día de 1972 en que acompañé a Néstor Sánchez y a su mujer, Teresa Wangeman, al cementerio de Montjuïc con el ataúd de su niña muerta, un bebé de un año. Conducía yo, ellos estaban absolutamente desconsolados”. La niña se llamaba Paula y había nacido con espina bífida. Sus padres hablaron a los amigos de una enfermedad, de un virus y de “negligencia médica” y otras fuentes apuntan la posibilidad de un accidente.

“Hacia esa época –dice Baigorria– Néstor ya tenía alucinaciones auditivas, voces que le ordenaban qué hacer, brotes”. Una vez, “apareció en una fuente desnudo sin saber cómo había llegado allí”. Le diagnosticaron esquizofrenia.

 

Sánchez venía de un ecosistema propicio a la literatura, el efervescente Buenos Aires de los 60, sacudido por el jazz y repleto de buenas editoriales. Allí publicó, gracias a una recomendación de Cortázar, sus dos primeras novelas y El amhor, los orsinis y la muerte (1969).

Enrique Vila-Matas ha dicho que Nosotros dos fue lo que le impulsó a ser escritor. “Tenía la cadencia del tango y de hecho resultaba muy parecido a un tango, del mismo modo que Siberia blues no era un libro sobre el jazz, sino lo más parecido que ha existido nunca al jazz”.

 

Había triunfado como novelista en Buenos Aires, y en Barcelona le protegía Carlos Barral

 

La primera esposa de Sánchez, Nelly Andreu, es la madre de su hijo Claudio, nacido en 1960. Sánchez se fue sin despedirse y, al principio, les enviaba postales, desde Iowa, Caracas, Lima, Barcelona, París, Ginebra... hasta que dejó de hacerlo en 1972. Había llegado a Europa en octubre de 1970 con su nueva pareja, Teresa, embarazada de la niña, primero a Roma, donde les acogió Carlos, hermano menor de Néstor, hasta que se discutieron y se trasladó a Barcelona, en marzo de 1971. A la Barcelona del boom.

 

“Era un escritor de cierto éxito, Seix Barral le encargaba trabajos, empezaba a ser conocido, las cosas le iban bien, vivía en la calle Numancia”, recuerda su amigo Jorge Ernesto Ayala-Dip. Pero, tras la muerte de la niña, todo cambia. Sánchez y Wangeman se fueron a París, donde contaron con el apoyo de Cortázar y de su esposa, Ugné Karvelys, editora en Gallimard. En París, escribió la novela El arte de la fuga, que luego destruyó, y profundizó su relación con la Escuela de la Cuarta Vida, grupo basado en la doctrina del místico armenio Georgi Ivanovitch Gurdjieff (1866-1949). Así, para sentir “la iluminación del dolor”, hacía cosas como escribir gran número de páginas con la mano izquierda o caminar con una piedra en el zapato. Paralelamente, se abismó en la bebida, protagonizó episodios de irascibilidad y se separó de Teresa. Un día, apareció en el suelo, inconsciente, en pleno Boulevard Saint-Germain.

De París se fue a casa del primo de un amigo en Barcelona, sableó a los amigos y se marchó a EE.UU, donde vagó por ciudades como Nueva York, Los Angeles, San Francisco... movido por unas ideas que mitificaban la indigencia como experiencia de desposeimiento. “Aprendí a subsistir con dos dólares por día”, dijo. Y dejó de escribir.

 

Nadie supo de él durante mucho tiempo, pero su hijo Claudio se propuso certificar si estaba vivo. En 1982, le dieron un parking de Los Angeles como dirección de su padre. En 1984, al fin, recibió “unas pequeñas líneas raras” de respuesta donde, a su petición de verlo para abrazarlo, Néstor Sánchez le respondió: “El abrazo para lo único que sirve es para arrugarse la ropa”. Poco después, volvió a Argentina teniendo que ser medicado casi constantemente.

 

Se acabó la épica (2015) es un documental de Matilde Michanie que aporta luz sobre algunas cuestiones. En él, la psicóloga Ruth Taiano –que lo atendió en Buenos Aires, de 1992 al 2003– explica que sufría “un ‘delirio ambulatorio’, tenía que caminar días enteros hasta que quedara sucio, agotado, abandonado por la calle, lo encontraba la policía tirado en lugares donde en invierno el frío es muy duro. ‘¿Escucha voces?’, le preguntaban. Él, hombre informado e inteligente, si bien escuchaba voces, respondía que no porque no quería que lo internaran ni que lo medicaran”.

 

Lo habían dado por muerto, y hasta homenajeado “póstumamente” pero, al descubrir que vivía, rebrotó el interés por él, lo entrevistaron por doquier. ¿Por qué no vuelve a escribir?, le preguntaban. “Y... se acabó la épica”, respondía él. Pero lo cierto es que allí, en su país, escribió su último libro de cuentos, La condición efímera (1988), donde está incluido el Diario de Manhattan.

 

Sánchez fue un escritor de culto, que pedía un lector exigente. Su prosa improvisatoria, inspirada por el jazz, hace que su traductor al francés, Albert Bensoussan, haya dicho que “creaba una especie de pesadilla o sueño a través de las palabras”. Fuera del mercado, Sánchez criticó a ese boom del que pudo haber sido parte: “No entiendo cómo pudieron meterme con los escritores del boom en las antologías. A mí Vargas Llosa me parece peor que Pérez Galdós (...) Estos escritores para mí representaban el momento más bajo de una lengua, por su falta de relación con la poesía”.

 

El enigma de Sánchez, la figura del escritor vagabundo llevada a su máxima expresión, sigue fascinando a los quince años de su muerte.