Dos artistas que, en la misma época, estaban llevando a lugares desconocidos los límites de sus lenguajes creativos terminaron, por casualidad, conviviendo por unos días en un departamento de la ciudad de Buenos Aires, en plena década de los sesenta.
Luego de formar parte de las bandas de Thelonius Monk y de alguno de los popes del hard bop como Cecil Taylor y Gil Evans, Steve Lacy había formado un cuarteto propio que en 1966 estaba en la avanzada de la revolución del free jazz, iniciada por Ornette Coleman. Este nuevo y radical estilo proponía una ruptura con los patrones armónicos y rítmicos convencionales y tenía a la improvisación como el camino musical central dentro del jazz.
Lacy había sido el primer músico de jazz en adoptar el saxo soprano como instrumento exclusivo y darle un carácter propio y una identidad solista. Con esta innovación influyó sobre todos los saxofonistas de su época, incluso sobre John Coltrane, que adoptó ese instrumento, con el que grabó sus más grandes obras.
Nestor Sánchez era un escritor de relevancia en el intenso mundo literario argentino de fines de los sesenta. Tuvo una irrupción fuerte. Por expresa recomendación de Julio Cortázar, la editorial Sudamericana le había publicado el libro Nosotros dos, en 1966.
Para el crítico y escritor español, Antonio Jiménez Morato, “resulta evidente cuando uno transita por Nosotros dos lo que le fascinaba a Cortázar de la escritura de Sánchez: que era jazz. No era ritmo, o no sólo, era algo más, era locura y desenfreno, era la vocación liberada, tonal, improvisación mil veces ensayada, del mejor jazz”.
Mucho se ha escrito sobre la relación de Cortázar con el jazz, de la presencia que tiene en Rayuela y en su cuento El Perseguidor, basado la vida de Charlie Parker.
En su libro La vuelta al día en 80 mundos Cortázar escribió: “Sánchez tiene un sentimiento musical y poético de la lengua: musical por el sentido del ritmo y la cadencia que trasciende la prosodia; y poético, porque al igual que toda prosa basada en la simpatía, la comunicación de signos entraña un reverso cargado de latencias, simetrías, polarizaciones y catálisis donde reside la razón de ser de la gran literatura”.
A contramano de los escritores del “boom”, tan influyentes por aquellos años, Sánchez tenía una prosa sinuosa y áspera, más ocupada en indagar en las posibilidades de la lengua que en relatar tramas y argumentos que “pueden ser contados por teléfono”, como él mismo decía. Buscaba construir sus textos a partir de una escritura “poemática”. “La escritura abierta de la que hablo, la escritura poemática, sólo admitiría imágenes primarias (o elementales) que nada más aluden a lo impreciso del presentimiento, algo momentáneo de un ritmo que es un ir organizándose en la vacilación del contrapunto”, explicaba.
Su estilo, hecho de largos párrafos sostenidos en la fluidez de la musicalidad de las palabras, tenía evidentes puntos de contacto con el jazz. “El jazz alienta la emoción, convoca ganas de vivir, hurga en la rajadura de la tela. La improvisación convoca a una experiencia inédita, más riesgosa e incomparable”, le dijo alguna vez Sánchez al periodista Lautaro Ortiz.
Reynaldo Mariani, escritor y miembro fundador de la mítica revista Opium, recordaba en 2004 que Sánchez “escribía escuchando siempre algún disco de jazz, escribía y de fondo estaba Coltrane. Varias veces llegué a su casa y parecía drogado, absorbido por la escritura. Era una cuestión de ritmo”.
“No escribe, frasea, no narra, alude, no cuenta, compone. Sánchez es un músico de jazz que escogió como instrumento la lengua. O que instrumentalizó la lengua en lugar de ser instrumento de ella. Sólo de ese modo puede comprenderse su periplo desde las aguas del jazz modal de Nosotros dos al free jazz desencajado y meramente sugerido de Cómico de la lengua”, agrega Morato.
A la inversa, el crítico de jazz, Ben Ratliff escribió que Steve Lacy le había dado una “dimensión literaria” a su trabajo musical, al incorporar en sus discos y conciertos textos de novelistas, poetas y filósofos, así como componentes de artes visuales y danza, y que desarrolló su tono de saxofón para ser tan atenuado “como una oración de Hemingway”.
Para mediados de los sesenta, el cuarteto de Steve Lacy se completaba con el baterista Louis Moholo, el bajista Johnny Dyani, ambos sudafricanos y con el italiano Enrico Rava en la trompeta. Fue la esposa del trompetista, la argentina Graciela Rava, quien hizo el vínculo con Buenos Aires y le consiguió a la banda un contrato para tocar durante un mes en un ciclo en un teatro porteño.
El contrato incluía una peculiar cláusula que establecía que la paga de los músicos y el pasaje de regreso se deduciría de las ganancias de la venta de entradas. Las condiciones objetivas para que los conciertos de Lacy dejaran ganancias en la Buenos Aires de 1966 no existían.
El debut estaba dispuesto para el lunes 11 de julio de 1966, a las ocho de la noche. “Improvisación sin tema fijo”, anunciaban los diarios al cuarteto que se presentaría en la sala del “Instituto de Artes y Ciencias”, en la calle Maipú.
Pocos meses atrás, se había producido en Argentina el golpe de estado militar liderado por “la Morsa” Onganía y la circulación nocturna estaba algo restringida. En un reducto de jazz que pasaría a la historia como cuna del rock argentino, La Cueva, por ejemplo, arreciaban los controles repentinos y las racias policiales eran cotidianas.
“Había habido un golpe militar, había tanques en las calles, anuncios de que las mujeres no podían usar pantalones, no podían fumar, los Beatles estaban prohibidos, la música de los Beatles estaba prohibida por el gobierno militar. Era un chiste, pero no era gracioso en absoluto. Llegamos allí y había afiches anunciándonos como una “Revolución en Jazz”… y, de veras, había tanques en las calles, la presencia militar estaba en todos lados, no era el momento… fue como una pesadilla porque estábamos en el lugar equivocado, con la mercancía equivocada”, exageraba el propio Lacy, en el año 2000, a Sergio Paolucci y Eduardo Peaguda.
Además, si bien en Argentina había una cultura jazzera interesante, el fenómeno del free jazz no había arraigado aún lo suficiente en el público local, que todavía estaba metabolizando las innovaciones del bebop. Nada auguraba una asistencia numerosa.
Tal como podía preverse, los conciertos fueron un fracaso. Cada noche se veía menos público, hasta que el ciclo culminó, y no había dinero alguno para pagar honorarios, ni pasajes de regreso a los Estados Unidos. Los organizadores se ciñeron a lo que estipulaba el contrato y así, Lacy y sus músicos quedaron a la deriva. Buenos Aires me mata.
Un suelto en la revista Primera Plana, titulado “Varados”, daba cuenta de la dramática situación:
“Llegó a Buenos Aires hace seis meses, enarboló un centelleante saxo-soprano y, con un par de acordes que dejó chorrear en el aire, como un reguero de oro, conquistó al público de la salita de Artes y Ciencias, en la calle Maipú. Un público que, lamentablemente, reveló ser mucho menor de lo que STEVE LACY (34) había calculado cuando arribó a la Argentina para someterse a las estipulaciones de un contrato no demasiado favorable, que había promovido la mujer del trompetista de su cuarteto, Enrico Rava. De modo que pese a las excelencias de Lacy (discípulo y colaborador de Ornette Coleman, y también de Thelonious Monk, aclamado por sus discos y participación en festivales europeos), la suerte no le ha sonreído en la Argentina. Al punto que está pensando seriamente en ser repatriado por la Embajada de su país, los Estados Unidos; pero surgen problemas para la repatriación de su mujer, del trompetista y del baterista y el contrabajista, ambos negros sudafricanos. La situación es desesperada, y lo peor es que se esfuman las posibilidades de cumplir los contratos que, a partir de noviembre, tenía pendientes en USA el apóstol del free jazz”.
No hay un registro preciso acerca de la cantidad de tiempo que estuvieron retenidos en Buenos Aires. Las versiones varían en este punto. Al parecer, Lacy y Rava estuvieron unos nueve meses. Los sudafricanos Moholo y Dyani la habrían pasado peor: su estadía se extendió por más de un año y hay testimonios que los ubican pidiendo dinero en la puerta de algunos boliches de jazz de la ciudad.
Uno de los que asistió a aquellos conciertos fue el escritor Ricardo Piglia. En una entrada de su diario da testimonio de la presencia de Néstor Sánchez:
Steve Lacy se quedó varado y sin plata en Buenos Aires, en 1965 o en 1966, y tocó en Jamaica, donde también tocaban Salgán y De Lío. Me acuerdo de que fuimos a escucharlo con Néstor Sánchez, que en aquel tiempo quería llevar la improvisación a la prosa: Siberia blues. Curiosamente, en literatura el jazz siempre estuvo ligado al estilo oral (Kerouac, Boris Vian, Cortázar, etc.).
En esos días, Sánchez se encontraba escribiendo su segunda novela, Siberia Blues. Lo hacía, como bien recuerda Piglia, con el mismo ethos artístico que impulsaba a Lacy y su cuarteto a través de la improvisación. Vaya el primer párrafo como muestra:
Empieza con una carga algo repentina de brigada en desuso, de guitarreos viudos hace miles de años: cuarto de siglo más tarde se hace extranjera pero nostálgica referencia a los bajos entonces mal iluminados de Villa Urquiza, en particular la franja urbana sin acceso posible para nadie que no hubiera nacido en la franja y donde la legendaria barra de Tomasol, la que defendía el criterio de frontera, mantuvo a cualquier precio el fuego sagrado del ocio: todo esfuerzo embrutece, toda tentativa para incorporarse a la caravana del sudor se relaciona con el resto de la ciudad marmota, inminente, sacudida por el hollín y los despertadores.
“Siberia blues no era un libro sobre el jazz, sino lo más parecido que ha existido nunca al jazz”, escribió el escritor español Enrique Vila-Matas.
El por entonces cuñado de Sánchez, Alfredo Slavuztky ,también asistió a los conciertos junto al escritor. Así se lo refiere al biógrafo de Sánchez, Osvaldo Baigorria: “Yo tendría diecisiete años. Se abría el telón, aparecía Steve Lacy con el saxo soprano y se ponía a tocar sin tema, lo primero que le salía. Los demás también: el bajista Johnny Dyani, el baterista Louis Moholo, la trompeta de Rava con todo su sonido free. No había ninguna melodía conocida. Era violento, y fascinante”.
Según cuenta Slavuztky, Néstor Sánchez era el que bajaba línea dentro de su barra de amigos en materia de jazz. Era el referente que decía qué había que leer o escuchar: Charlie Parker, John Coltrane, Miles Davis o Steve Lacy. “Se armaban discadas en las que cada uno traía sus discos preferidos para el Winco. Sonaba mucho A Love Supreme, de John Coltrane y Kind of Blue, de Miles Davis”, dice. En su juventud, Sánchez había sido un exquisito bailarín de tango y llegó a integrar un grupo con Juan Carlos Copes.
Para el escritor, el free jazz era esa música hecha por “negros generalmente semiadictos a la droga y siempre al estupor de su música, semicómplices que rompen cada noche con lo ejecutado la noche anterior, para los que todo está por suceder la noche siguiente y no interesa mucho si alguien se sienta, o no,
a escuchar”. Así lo escribió en su ensayo El Lenguaje Jazzístico, publicado por la revista Primera Plana, en 1967.
Aún con todas esas dificultades, Lacy no perdió el tiempo. Logró que el concierto que la banda brindó el ocho de octubre de 1966 en el Instituto Di Tella fuera grabado. El material fue editado en un disco llamado “The Forest and the Zoo”, un año más tarde, por ESP-Disk, un sello neoyorquino especializado en free jazz.
- De Villa Puyrredón al Bajo Belgrano
Sobre la estadía de Lacy en la casa de Sánchez no existen mayores detalles, pero la confirma, entre otros, su entonces cuñado, Alfredo Slavutzky, a Baigorria.
“Parece que una vez Sánchez trajo a Steve Lacy a quedarse unos días en este departamento, a dormir en el mismo sofá sobre el que estoy sentado. El músico se había quedado varado en Buenos Aires con su cuarteto, después de haber tocado en un ciclo en la sala Artes y Ciencias. Cuando se terminó el contrato, quedaron en la lona”.
El propio Slavutzky hospedó al bajista Johnny Dyani en la casa de sus padres durante unos cuantos meses. Incluso, llegaron a organizar algunos conciertos privados para recaudar fondos para los músicos.
Entre 2009 y 2010, Ricardo Piglia trabajó junto a un grupo de amigos en el guión de un documental sobre jazz y literatura que nunca llegó a realizarse. El director de ese documental iba a ser el crítico y docente Edgardo Dieleke, quien años después hizo públicos algunos fragmentos de aquel guión inconcluso:
18. EXT. DIA. CASA NESTOR SÁNCHEZ (SECUENCIA)
43. Sobre fondo musical de jazz (solo de piano de Ernesto Jodos), se lee un fragmento de Siberia Blues de Néstor Sánchez. Las calles de un atardecer en el barrio de Villa Pueyrredón, hasta llegar a la casa de Sánchez, en la que vivía en los años sesenta. En imagen una foto de Sánchez, y las tapas de sus libros Nosotros dos, Siberia Blues, entre otros. La voz en off introduce a Sánchez: “Este era Néstor Sánchez hacia 1966. Al final de la década ya tenía tres novelas publicadas, celebradas por Cortázar y Sarduy. Se dice que en esta casa hospedó varios meses a Steve Lacy, y que Lacy se inyectaba heroína mientras planeaba su salida de Argentina. ¿Fue Sánchez quien llevó a RICARDO a alguno de los conciertos secretos de Lacy en Buenos Aires?”
Alfredo Slavutzky cree que en realidad Lacy no se hospedó en la casa de Villa Pueyrredón, donde vivía la madre del escritor, sino en en el departamento que Sánchez compartía con su mujer, Victoria Slavutzky, en el Bajo Belgrano. Alfredo sigue viviendo allí.
El poeta Hugo Savino, que se hizo amigo de Sánchez en la década de los ochenta, cuenta que “en esa estadía Steve Lacy vivió en la casa de Néstor Sánchez. Así era ese mundo, así eran esas almas, eran las mejores, no eran ninguna corriente: eran poetas en la vida real”.
Savino agrega que un amigo, Ricardo Ortiz, gran lector de Néstor Sánchez, en un viaje a París fue a un concierto de Steve Lacy y le mencionó la estadía en lo de Sánchez que el músico recordó con afecto.
La referencia al consumo de heroína del guión de Piglia y Dieleke es polémica. En esos años, era imposible conseguir esa droga en Buenos Aires. Se hace más verosímil el recuerdo de Savino, a quien Sánchez le contó que Lacy “se embuchaba dos botellas de ginebra por día y le contaba que cuando hacía heroína se miraba durante doce horas la cutícula”.
Lacy se quedó unos diez días en la casa de Sánchez y luego se mudó a una casa en Barrio Norte, que le prestó el pianista Jorge Gil Zulueta.
Sabemos que Sánchez vivió y deambuló por Nueva York entre mediados de la década de los setenta y 1986, cuando regresa a la Argentina. No existe constancia de que haya intentado vincularse con Lacy, aunque sí sabemos que seguía pensando en el jazz. En una entrada de su diario, desde Harlem escribe:
Imposible, claro, no pensar en el jazz: fue reemplazado por la brutalidad eléctrica con sistema de parlantes. Sólo se trata de fomentar aturdimiento fanático a partir del beat de un levantador de pesas, por lo menos. Entonces, como en el caso de los blancos, alguien ulula en la irredención estética.
Tenían casi la misma edad. El músico, nacido en 1934, era un año mayor. Murieron con apenas un año de diferencia. Néstor Sánchez falleció en Buenos Aires, el 15 de abril de 2003. Steve Lacy en Nueva York, el 4 de julio de 2004.
Existe una continuidad del proceso cíclico de mi escritura. Ningún libro podría ser tomado aisladamente del resto. Cada libro se vale de la experiencia anterior y la ilustra, no desde un punto de vista de continuidad temática, sino de actitud. Sin haber escrito el libro anterior sería imposible imaginarse la escritura del libro que ha seguido. Porque hay una etapa de experiencia imponderable consumada en la escritura misma, en la búsqueda de un ritmo propio.
El drama biológico (mejorar para morir) es el transfondo de mi escritura.
Nada surge en mí con la capacidad de mitigar el dolor de ser destruido para siempre jamás. Todo aparece como desprovisto de sentido. Mi único consuelo fue escribir. Al hacerlo, solo atiné a recordarle a mis semejantes de que se iban a morir a plazo fijo.
Yo digo que el ritmo de lo que ocurre es la mejor frase que encontré para decir lo que es mi trabajo narrativo.
Vivo la novela como poema, con la relación de ritmo, el capítulo es el verso.
Es un intento inevitable de exorcismo. Fue la toma de conciencia de mi propia voz, así como del mito de la ciudad como síntesis del mundo, y una acusación a los esquemas culturales ordinarios. Yo ya sospechaba que la mayoría de las veces la literatura sirve para alimentar la vanidad, la mentira para con uno mismo, la indolencia. Creía saber, y hoy estoy seguro de eso, que todo poema es, ha sido y será la historia secreta de una carencia. Es decir: Nosotros dos ha sido el comienzo de una búsqueda, que alcanzó su propósito con Cómico de la lengua.
(El mito tribal lumpen) presentaba todos los atributos para transformarse en un fresco naturalista con tentación de realismo testimonial.
Es una adhesión al mundo marginal desde el punto de vista lumpen: aquellos que tienen la conducta como oración….
Al tratarlo como una improvisación sobre un tema dado, conquisté el tono requerido, conquisté su marginalidad.
Partir de un grupo marginal de una ciudad grande y tratarlo jazzísticamente fue una provocación. Porque en todo momento el peligro era caer a lo testimonial o en cualquier cosa que significara juicio sobre esa irrupción un tanto desconsiderada, pero para mí mítica, de esa gente.
El jazz alienta la emoción, convoca ganas de vivir, hurga en la rajadura de la tela.
La improvisación convoca a una experiencia inédita, más riesgosa e incomparable.
Aquí aparece Gurdjieff únicamente en la experiencia de base.
Al aparecer un tercer elemento de conocimiento sagrado, se produce en mí, infaliblemente, una especie de estado de gracia.
Yo escribí el "amhor", con h, porque sé que es imposible. En "La condición efímera" digo que estamos realmente solos en medio de lo que amamos.
Orsini es, de una manera frontal, el marginado en estado de gracia. Sabe que el dinero es usura e infamia y que un mundo que lo venera como el dios único no puede hacer otra cosa que caer en la crueldad.
Yo tenía un conflicto entre mi idiosincrasia, mis dos libros publicados, mi inexperiencia del mundo, y la aberración de la muerte, de la muerte como amenaza perpetua, como amenaza de cada día, como algo que se quedaba con todo, que me respiraba el aire, que tomaba mi sopa…
En París hice una adaptación cinematográfica de mi novela que le acerqué a Francois Truffaut. El me contestó que era un excelente guion para escribir una novela.
Dudo de todo, temo ir a Paris. Voy a pedir trabajo a Seix Barral, quieren editar mis libros y hasta conquisto que me paguen mensualmente por una novela que me impongo, que viene a ser la suma del desconsuelo.
Cómico de la lengua es, entre otras cosas, la errancia en la búsqueda de sentido, la necesidad imperiosa de encontrar una clave de conocimiento capaz de exceder la orfandad de un planeta pequeño y mezquino: el hombre está incompleto y es demasiado imperfecto.
La escritura, cuando conquisté el estado esencial de pregunta, tendió a un humor grave, acaso angustiado. Los personajes, por su parte, se empeñaron en carecer de unidad interior, de continuidad rigurosa. Entonces descubrí una nueva gama de posibilidades expresivas, libre de toda solemnidad.
En Cómico hay un elemento de escritura que siempre me inquietó: conseguir la adhesión del lector, no por la complicidad, sino por el fenómeno de la resonancia; establecer los lineamientos para que la escritura ajena sea vivida como propia que es lo que caracteriza a la poesía.
Dejé de escribir durante 15 años porque me encontré a un conocimiento sagrado que requería una humildad inédita.
Estoy escribiendo un libro donde me autorizo a que aparezcan mis experiencias de doce años de silencio. Por primera vez trabajo un material previo y le permito cierta cadencia narrativa.
Es una especie de resonancia apaciguada del otro aspecto de mi aventura individual, en cierta medida intransmisible.
Se intenta una práctica de sinceridad irremisible que me pone en conflicto: primero con las fuentes de mi experiencia concreta de tantos años de silencio, y segundo con el lector potencial que de alguna manera tengo que intuir…
La antiliteratura es eterna. Por eso lo de condición efímera. A diferencia de otros libros míos se escribe en torno a disyuntivas éticas.
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Claudio Sánchez
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