ANTOLOGÍAS

Néstor Sánchez, el tío Ismael y el humor negro

 

En 1977, Néstor Sánchez y Dolores Sierra antologan y prologan la recopilación Cuentos de humor negro. Libro negro del humor de antología. Poco sé sobre esta antología, sobre Dolores Sierra, quien también tradujo junto a Sánchez algunos libros, y sobre la editorial que la publicó Diexa SRL, que pareciera más una empresa de comercialización de cosas que una empresa de libros. En todo caso, entre los antologados y antologadas, aparecen Boris Vian, Lewis Carroll, Leonora Carrington y Jacques Vaché, entre otros. El libro cuenta con dos prólogos, uno al principio firmado de Sierra y otro en el medio de la selección, firmado por Sánchez. El texto del autor de Siberia blues, que reproduzco más abajo, arranca con una carta de Vaché a André Bretón, una de sus famosas misivas sobre el umor (en estas páginas, traducido como umour). Ya en otro ensayo, Néstor Sánchez se había interesado por este modo de percibir la realidad entre el humor negro y el aburrimiento, "El umor de la resistencia absoluta", hoy incluido en el libro de rescate Ojo de rapiña. En este caso, este prólogo, casi un relato inédito, nos presenta la estrafalaria historia del tío Ismael. Pasen y lean.

 

Prólogo a Cuentos de humor negro (Néstor Sánchez)

JACQUES VACHÉ

Carta a André Bretón, del 29 de abril de 1917

“¡Y luego usted me pide una definición del umour —así nomás!—

ESTÁ EN LA ESENCIA DE LOS SÍMBOLOS EL SER SIMBÓLICOS

me ha parecido durante mucho tiempo digna de serlo en tanto es susceptible de contener una multitud de cosas vivas: EJEMPLO: usted sabe la horrible vida del despertador matutino —es un monstruo que siempre me ha espantado a causa que la cantidad de cosas que sus ojos proyectan, y la manera como ese buen hombre me clava la vista cuando penetro una habitación — ¿por qué entonces tiene tanto umour, pero por qué? Pero atención: es así y no de otra manera — Hay mucho de formidable UBICO también en el umour — como usted verá. Pero esto naturalmente no es — definitivo y el umour deriva demasiado de una sensación como para no ser muy difícilmente expresable —

Yo creo que es”.

Un par de años antes de su suicidio en la piecita de la azotea de Villa Urquiza, mi tío Ismael consiguió que una descendiente de franceses —algo avanzada en edad, viuda, y con un hijo semi-paralítico— le tradujera algunos párrafos de las cartas que un casi aristócrata de París supuestamente homosexual y loco, enviara al futuro jefe surrealista André Bretón —por entonces casi doctor en medicina— desde su estada en el frente de batalla durante la primera guerra mundial.

Jacques Vaché —el soldado loco en versión titubeante— alteró las inclinaciones literarias que Ismael practicara día tras día a partir de aquella inmersión en lo esencial durante una imaginaria bajo las estrellas de Esquel. Poco tiempo más tarde, con un Larousse propio y el recobrado entusiasmo de principiante, mi tío se incluyó por sus propios medios en la magra lista de los que en la Argentina cultivaban la imposible noción de humor negro, término acuñado por el propio destinatario de las cartas una vez que decidió abandonar la medicina. Y la vida de Ismael cambió casi por completo, mejor dicho se inició su gran ciclo de crisis caracterizado por profundas dudas sobre el porvenir del humor a secas, lo negro esqueliano y, por extensión, el aburrimiento universal.

“Llamar negro a cualquier forma de humor, puede convertirse en una solemnidad tipo surrealista”, lo mismo se permitió reflexionar una tarde, antes de darme la espalda y de no permitir que le arrancara una sola palabra aclaratoria. Volví al día siguiente, preocupado por la aparente indiferencia de Ismael hacia los grandes escritores de todos los tiempos. Desde la puerta le grité que especificara y él siguió como si tal cosa sobre un texto de Macedonio Fernández; mucho después, dijo: “Macedonio no estuvo nunca loco y tocaba la guitarra: hace violeta”. Entonces se trepó de un salto al ropero para buscar entre sus papeles y desde allí arriba aclaró: “la patafisica salvará a Nadja de la magia negra”.

En realidad, yo siempre había conservado alguna tímida sospecha respecto a un flanco misógino de Ismael (hermano entero de mi madre), y a cierta tendencia suya un tanto quejosa-testimonial sobre la estupidez humana y todas las otras estupideces. Acto seguido saltó desde el ropero sobre la única silla mientras ojeaba un libro sin tapas que se abstuvo de leerme. Fumó; dijo que Vaché, con unas pocas cartas tartamudas, no sólo estaba en el centro de todo sino que le había confirmado el aburrimiento secreto desde Esquel hasta la fecha; o sea más de diez años —aclaró— embargado por la profundidad entre la ropa tendida de la azotea. De repente exclamó: “en todo caso Inglaterra hace marrón, pero también son pocos y resulta preferible”.

Le restarían unos ocho meses de vida cuando empezó a recurrir a la tiza para polemizar sobre la pared de la izquierda —en relación al que entraba. La tarde en que me releyó el prólogo de Gargantúa y Pantagruel cortado por pausas enormes, en una de las pausas aseguró que Alfred Jarry había leído eso como texto obligatorio en el colegio secundario, que el equívoco no tenía límites. Después divagó (era su única preocupación en esos dos últimos años), que toda negritura alemana, por escasa que sea, es celeste si se piensa en el almidón ario, Emmanuel, la mitología escandinava, Caligari contra Max Linder. “Dame una definición de humor negro, Ismael”, fue lo único que grité. Pareció negarse el tiísimo pero, tiza en mano, escribió apresuradamente en su pared: cuando Gérard de Nerval —simbolista y loco— se ahorcó en la verja, a la intemperie, vestía el frac color verde, era triste y profundo como es prodigio Ducasse pero, por fortuna, lo aburría casi toda la literatura. Entonces siguió, incon-gruente y bastante exaltado, que siglos después un Tzara todavía sin empleo estable en el humanismo, desopilante y también irritado, les propondría a los muchachos del espía Aragón una risa más franca, aunque con el mismo frac.

Ismael, a medida que avanzaba su decisión de suicidarse, se hizo cada vez más elíptico y desconfiado; en la mitad del invierno —su último—, escribió sobre la pared de la izquierda algunas frases hechas por el estilo de la siguiente: se me salvan algunos pocos nombres; los tipos —y ellas— serán mejor que como escriben: la alegría está en otra parte.

La tarde de domingo en que me cedió su pieza para que hiciera el amor con Paula, recibí la llave en un bar de la avenida Triunvirato; levantó la vista porque yo no pensaba sentarme, dijo en forma textual: “eso: dado un colectivo repleto e incómodo, dando que hace calor y la gente traspira, humor negro es un ciego de unos cincuenta años que se levanta para ofrecerle el asiento a una monja de la Compañía de Jesús. Después juegan con el lenguaje y lo lúdico —gracias a Dios— le hace el pito catalán a la Academia”. Tío, según su propia conciencia metafísica, resultaba amarillo casi sepia los domingos a eso de las tres de la tarde en la villa natal; sin embargo, fiel a aquellos primeros anuncios de la madre del lisiado, recaía en premoniciones de un humor inútil a la filosofía, deliraba lo posible festejante que no se opone a lo obvio. Ahora, como los que narran, pienso que Ismael no estaba muy lejos de un alumbramiento en las últimas se manas de su vida terrestre: “en general estuvieron locos a fuerza de paraíso perdido y profundidad, pero el asunto sigue tan mal barajado que dan para salvarse de Cambaceres y las superestructuras mogólicas”. Le reproché que hacía manifiestos, que contrabandeaba prólogos y sobrevino su último ataque voltairiano, enumerativo, cuyo recuerdo colaboraría —hoy lo creo— en empujarlo a la decisión de suicidarse. Por lo tanto, de ahora en adelante, omitiré el entrecomillado. Me asiste la simplísima razón de que Ismael ya pertenece a la cultura y que, quiérase o no, a nadie escapa eso de que con los impulsos desarticulados de los ausentes, el que se empeña hace lo que puede en homenaje a las presunciones del devenir inodoro, incoloro, e insípido. Claro, la risa del tipo en la galaxia, eso debió escuchar de mis labios Laurita en lugar de los gritos a favor del inminente nicho urquicense, sitio del mundo que entibiara la presencia del tío Ismael cuyo corazón, por muy poco, no pudo pertenecer al free-jazz.

Por lo tanto, decimos: la muerte es la ciencia; sin embargo, según Laurita inesperadamente motivada por las inscripciones en la pared, toda alusión terminará siendo alcahuetería. El material no patafísico resulta cada vez más evidente. Lo que uno lee, leído está, y el que de ellos desmitificara está mucho más cerca de la salvación, si procuró reírse, todavía más cerca. Por otra parte Bretón, con lo negro, pasó de las suyas y, alguna vez, debió sentirse negramente solemne. Con todo, inventaría una proximidad espeluznante que hoy inunda las historietas y se merecía su siglo de cuatrimestres. Tal vez humor, en última instancia, sea lo que pretendía de mí Laurita al renunciar a sus hondas pautas clitorianas y recibir la incertidumbre de los sobrinos.

Tío Ismael: yo, que me negué a tu entierro, apenas soporto los colores; pero igual saco tu monja y tu ciego en el equívoco ¿alguien olía a monja?, o mejor desisto de los colectivos y rejunto algo de lo que nos queda, por algún tiempo, en las orejas.

El humor —gritarás algún día desde tu nicho— no será jamás atado al carro de las convenciones pictóricas; pero estos amigos te ayudaron mucho, ¡cadáver!

NÉSTOR SÁNCHEZ

 

Fuente: Sierra, Dolores; Sánchez, Néstor (1977). Cuentos de humor negro. Libro negro del humor de antología, Buenos Aires, Diexa SRL., pp. 75-78.

Matías Raia

 

 


NOTA

 

     La alusión no es del todo arbitraria: hace aproximadamente una decena de años, en la ciudad de Buenos Aires, un tal Roque Islam (poeta impublicable y desasosegado) necesitó poner el pecho a una especie de exhortación acaso un poco desconsiderada: ¿por qué motivo no escribía prosa?

     Casi sin lugar a dudas él debió experimentar algo bastante parecido a una provocación, a lo alusivo de por sí; entonces preguntó a su vez, si se le estaba proponiendo que narrara (en los términos más o menos frecuentes), si se le estaba ofreciendo la alternativa de contar alguna historia, o suceso ajeno, o recoveco mnemónico.

     La respuesta no solo resultó afirmativa sino que además contenía la intención de una posibilidad personal (es decir para él a su edad, de acuerdo con su obstinación sin atenuantes). Casi de inmediato Islam, fiel a cierto octosílabo recurrente, con esfumaturas, optó por ponerse de pie y salir a la calle. Todo esfuerzo por entrever lo que habrá pensado durante el trayecto hasta su casa, solo, a esas horas, resulta poco menos que impensable.

     Ahora, por una rara inclinación a lo inmediato, se presenta la oportunidad de contrapuntear a veinte narradores argentinos que por aquel entonces, en el peor de los casos, sólo llegarían a los veinticinco años de edad.

     De los innumerables lugares comunes de la supuesta crítica especializada rioplatense, entonces, convendría recurrir a tres que, a su modo, terminan de garantizar cierta tendencia a la proliferación y al auge: experiencia directa en lo narrativo que salta sobre la noción de poema (supuesta raíz de la lengua); confianza poco menos que inusitada por parte de las casas editoras; cierto costado de desenfado formal (sobre todo sintáctico) a partir de la segunda edición de Rayuela.

     Sin embargo, releyendo el material, surge casi de improviso un elemento categórico que pretendería enfrentarse a otro un poco más desvaído: por un lado la permanencia inevitable del realismo sin atenuantes (o con sus propias esfumaturas y modorras); por otro lado la irrupción del texto que querría negarse a ser cuento, o relato, o crónica.

     Y tal vez otro síntoma bastante identificable: casi la mitad de los autores renuncian a la “prosa de cámara” para empezar directamente con el aliento, con la novela o su parodia. En este sentido el material vale la pena porque muestra una transición y, al mismo tiempo, un cansancio, cierta confianza cuestionadora en relación con determinado criterio de realidad (y de palabra), más, al mismo tiempo, la sospecha de que el lenguaje escrito podría protagonizar una sospecha, como tal.

     Por otra parte: las ausencias inevitables pretenderían estar comentadas en algunas de las tendencias que se incluyen aquí.

     En el mejor de los casos la recopilación de veinte autores jóvenes* no “da” un solo autor, ni tampoco dos: ofrecería la medida de un conflicto, el titubeo inevitable y bienintencionado de las tendencias más la riqueza obvia de un “estado” semejante. También aparece, por algunos momentos, esa fatiga previa de la convención que tanto atormentara a Roque Islam.

 

     Caracas, 1970.

                                                                                               Néstor Sánchez

 

 

*Por dos motivos (exceso de edad y/o divulgación suficiente) fueron excluidos: Manuel Puig, Daniel Moyano, Tomás Eloy Martínez, Juan José Hernández, Rodolfo Walsh y Juan José Saer.


Sánchez con Pavese

En 1972, Monte Ávila editores publica la antología Cesare Pavese y los intelectuales, con selección traducción y prólogo de Néstor Sánchez. Leer a Sánchez escribiendo sobre una de sus grandes influencias poéticas siempre da placer.

En este prólogo que recupero de aquella edición (gracias a Fede Barea por la data), Sánchez evoca sus primeras lecturas del autor de El oficio de vivir; también recuerda un bar, un par de amigos y la ansiedad juvenil de la escritura. Con su escritura poemática, Sánchez va dejando frases indelebles, reflexiones lacerantes y una pátina compuesta de turbia lucidez y ritmo. Lean y disfruten.

Prólogo a Cesare Pavese y los intelectuales italianos (Néstor Sánchez)

Este sitio no tiene más que tres puertas de salida, la locura y la muerte.

René Daumal

 

Un ámbito reducido, casi como oposición a la con­tinuidad de la obra visible y expuesta y con un  hambre infrecuente de coherencia; achicamiento de las señales que son tantas, hasta volverse nada más que una frase: desde hace algunos años parece tratarse de algo poco menos que inevitable.

Y sigue siendo así: volver a Pavese (el arranque de un texto, cierta nota de diario, su cadencia) es, paradójicamente, como volver a la memoria: algo más bien ocre —o fluyente— que hace a su obsesión central por la memoria después transformada en mito o en la  presuposición del mito, pero que también representaría  una distancia que un día debimos aceptar en relación con él: hablo, por supuesto, de vicisitudes más cercanas, como las que siempre terminaron por inquietarlo. Volver a una lectura incluso desatenta es recuperar un sabor que no puede olvidarse: la brazada de Pavese (sin gotas por el aire, ni estruendo) se queda sin nosotros aunque al mismo tiempo nos recupera por resonancia. Pero volver a ciertas páginas suyas, sobre todo en este caso, es volver a aquel bar con la escalera de incendio sobre el mingitorio, en la misma ciudad, entre montones de papeles manuscritos y de sobreentendidos, justo cuando acumulábamos aquel material —nuestra primera vez— para una revista sin grabados y con un epígrafe suyo que, por supuesto y tal cual la añorábamos, nunca apareció.

Sin duda, el pornográfico asunto del paso del tiempo no es más que una coordenada al pajarraco estupefacto que también lo alude como tensión, y hasta como desasosiego; si alrededor de aquella misma mesa en aquel mismo bar, al principio de casi todo, formá­bamos o no parte de lo que suele entenderse por una generación, resulta todavía más inexplicable.

Pero lo cierto es que nuestra finalidad por entonces precisable era dar, nada menos a partir de un momento bastante futuro, con una voz propia (la palabra voz ya parecía del italiano) que a su vez diera con un ritmo que a su vez pudiese vincularse, de cierta manera que ya nada ni nadie podría explicarnos, a la respira­ción de una lengua. Claro que también alentábamos la esperanza bastante comprensible —Pavese la había alentado a su modo, o simularía creerlo— de completar cuanto antes una ideología (la palabra espectacular de entonces donde cabía una estética) capaz de demostrarnos la continuidad del mundo, e incluso de descenderla hasta nuestro nivel de aprendices.

Sin embargo aquella insistencia en rastrear una noción de poesía prosperó con tanta tenacidad que poco a poco una especie de desierto literal empezaría a meterse en la ciudad, y en el bar. Pavese, a su modo, se movía a sus anchas en aquella alegoría; sin camello, con sus lecturas inconcebibles en Italia, como hombre de ideología pero al mismo tiempo como sospechoso de tedio frente a la simplificación desatada. Éramos tres, en ciertas ocasiones hasta llegamos a ser cuatro, aunque en honor a la verdad de entonces y excluyendo los amores, nunca pudimos superar esa limitación, esa capilla: años semi silenciosos y bastante cohibidos de la afonía apechugada, de intentos casi secretos por desagigantar la diversidad libresca y los hábitos de cultura comprendedora que parecían obstinarse en ex­ceder sus límites hasta el extremo de invadir la activi­dad literaria específica: y el arte, según él, seguía siendo una cosa seria, a lo sumo tan seria como la moral o la política.

Entonces ya había tenido lugar lo que hoy ya es casi memoria del propósito y en aquel momento signi­ficó el primer decaimiento frontal de la mala concien­cia en relación con un trabajo abiertamente específico: la edición de El oficio de poeta, título del apéndice de Lavorare stanca a que admitía la recopilación demasiado ceñida de textos originados en otro tipo de desierto: la pobreza del realismo que lo acorralara se volvía poco a poco un particular paisajista —algo irritado— de Hieronymus Bosch.

Tuvo lugar aquel no iremos al pueblo porque ya somos pueblo y ese ir ya es mala conciencia; no hay tal antinomia poesía-prosa excepto para los casos de sordera incurable; aceptar las voces que me marcaron es humildad porque orgullo quiere decir la suposición garrafal de que no me marcaron; poesía no es otra cosa que reiteración; toda escritura es una ética (o una sospecha bastante parecida a una escritura).

 

Muchas estúpidas barreras cayeron en aquellos días

El Borges más cercano sabe —y nada menos que aprovechándose de Swift— en qué medida un hombre, más que en la sucesión de sus días perdura para nosotros en unas pocas frases terribles. No es el caso de Pavese (y procuraré señalarlo) pero es el caso de aquel Pavese en ese bar al fin de cuentas latinoameri­cano mientras muchachas un poco lánguidas, con cier­tas señales del porvenir en la frente, saludaban agitan­do novelas de Sartre en el extremo del brazo.

Al mismo tiempo Pavese fue para nosotros obstina­ción incorroborable y solitaria de un oficio, una histo­ria que pudimos no conocer si se hubiese dedicado a la ebanistería, pero que no habría sido esencialmente distinta. Fue la corroboración de un ciclo total en la relación con el instrumento dado y asumido como único, querido como único, o como destino. Tal vez por esta misma causa admite —y simultáneamente ex­cede— cualquier tipo de enfoque aproximativo: como patología, como épica del sufrimiento, como sadista tímido, como pura reducción a un ritmo y también como vida (y obra) capaz de haber demostrado sin proponérselo nunca, a causa de aquella fidelidad, todo lo precario y lo suficiente de un instrumento abruma­doramente jerarquizado, que siempre nos excede en misterio y situación.

Llevó un diario misógino, idéntico a sí mismo, pero lo llevó hasta una semana antes de convertirse en el personaje insustituible y responsable del desenlace in­sustituible (“estoy enfermo de literatura”, confesaba en alguna parte); llevó el balance permanente de su obra acaso dominado por la moral de la ausencia, pero nunca lo hizo a manera de prosa, sin el sentimiento último de aquel ritmo que lo volvía posible; escribió algunas novelas que empobrecían su poética y se apro­ximaban al contexto, pero no dejó de rumiar la poesía como nostalgia de sí mismo, como posible generosidad consigo mismo.

Aquella extraña, casi pueril conjetura de la indigen­cia de la propia situación en el tiempo (el fantasmón del pajarraco): un costado que no sólo tocó como vicio porque en sus páginas más luminosas surge como posibilidad incalificable de un telón de fondo, obvio y replegado, para la alegría independizada de trabajar con palabras. Entre esa alegría y el silencio que cono­ció, Pavese también colaboró en alentar una rara certe­za: que todo poema, todo párrafo —casi toda palabra unida a otra— es la historia secreta de una carencia.

Siempre, al retomarlo, algo vuelve a sobrecogernos en su relación con la lengua: algo que no puede definirse del todo porque en este caso se desvincula de aquel bar para volverse la otra memoria de una frase que todavía buscamos, de ese punto y aparte que nos comenta: respiración —no hay otra palabra— inconfun­dible de lo transitorio, eso que está más acá de su gesto inevitable, de aquel vivir trágicamente que en todo caso se volvió perpetuidad de la adolescencia.

Inclinación al trabajo de cada día (“lo único que tiene un sentido y una esperanza”) a pesar de las trabas enormes del que está preso en su propia condición y, para colmo y por la misma causa de cada día, se atreve a comprobarlo. Más limpiamente emocional que Camus (siempre vuelvo a pensar en las semejan­zas), es menos francés o nada francés: algo, que debió lamentar, terminó por negarle ser del todo “europeo”. Pavese está demasiado solo, o demasiado orgullosamente convencido de su humildad.

Para nosotros, en aquel entonces, fue una presencia providencial, poco a poco monocorde y sofocada, sin otros caminos posibles que el de oficiar su retórica, pero capaz de señalar como muy pocos una amplitud tácita en esa relación personal (y necesariamente apa­sionada) con un lenguaje evasivo que era a su vez la búsqueda de una manera de vivir, o de admitir que no vivimos.

La presente recopilación de trabajos críticos (aparte de pretender que se establezca una “discusión en sí”) procura articular una frecuencia, una frecuencia italia­na y actual a manera de coro, o de eco de un coro que se merezca aunque más no sea en parte, aquella vocación.

Roma, febrero de 1971.