Leí la novela Nosotros dos, de Néstor Sánchez, a finales de los sesenta en una edición de Seix Barral que me animó a tratar de escribir mi primer relato. ¿Será verdad que en el fondo la mejor literatura es aquella que mueve a crear? Sea como fuere, Nosotros dos fue un libro decisivo para mí; tenía la cadencia del tango y de hecho resultaba muy parecido a un tango, del mismo modo que Siberia blues (1967), la siguiente novela de Sánchez, no era un libro sobre el jazz, sino lo más parecido que ha existido nunca al jazz. La noticia en otros webs webs en español en otros idiomas Néstor Sánchez fue considerado como un renovador de las letras argentinas Néstor Sánchez -este mes se cumplen ocho años de su muerte- fue en aquellos días considerado, junto a Manuel Puig, como un renovador de las letras argentinas. Parecía esperarle un brillante porvenir, aunque socavaba su alegría la mayor de las obsesiones: el miedo a la muerte, saberse “condenado a tener conciencia cotidiana del nunca pero nunca más”. Deseaba huir de todo tipo de convenciones narrativas, extremarlas. Parecía de la cepa de Cortázar, pero sus planes eran destrozar todo atisbo de realismo, lo que le llevó, en sus momentos de éxito, a medirse con Borges en una entrevista y reprocharle que su pasión por la metafísica no hubiera ido más allá de una actitud filológica. Con su tercer libro, El Amhor, los Orsinis y la muerte, experimentación radical, desconcertó. Se dijo que le había influenciado la prosa de la marihuana y de la beat generation. Pero él no se quedó en Argentina a escuchar lo que decían y puso en marcha ya una huida constante, que iba a ser con el tiempo el verdadero eje de sus pasos, la esencia misma de su vida, tal como sugieren en El arte de la fuga Sergio Núñez y Ariel Idez (Página 12, septiembre 2007). Llevó su huida general tan lejos que algunos seguidores le dieron por muerto y le montaron un homenaje en Buenos Aires. Cuando para sorpresa de todos, supieron que vivía y que acababa de regresar de años de una aventura extraña por el mundo y estaba en Buenos Aires, fueron a verle para que les dijera por qué diablos hacía tanto tiempo que no escribía. -Y bueno, se me acabó la épica -respondió lacónico. Es una respuesta maravillosa. En el fondo, una buena síntesis de cuál puede ser el verdadero drama del escritor contemporáneo. ¿O no suele decirse que la decadencia de la novela se debe a que la esencia última de esta es la épica y nuestro tiempo no produce ya situaciones épicas? Les contó a sus visitantes que en su huida de tantos años había pasado por Perú y Chile, y luego había viajado a Estados Unidos para una beca de la Universidad de Iowa, aunque a los cuatro meses huyó también de allí, “por no poder soportar ese desierto, esa soledad espantosa”. Caracas y Roma habían sido las siguientes estaciones de su huida interminable. “Me fui a Roma y ante la imposibilidad de ganarme la vida, una mañana, al amanecer, experimenté un inexplicable aleteo y, a pesar del asco creciente que me daba el boom de la literatura latinoamericana, opté por tentar Barcelona”. No hay mucha documentación de su paso por esa ciudad, donde escribió Cómico de la lengua y Carlos Barral le dio trabajo. Luego, se fue a París, donde Cortázar y Bianciotti trataron de levantarle el ánimo, pero “volvieron a producirse casi las mismas decepciones, la garrafal brevedad de la vida”. Hasta que todo quedó atrás, menos Apollinaire, del que nunca se olvidó, no se sabe por qué. Dejó París y durante años fue un vagabundo que recorría enloquecido las calles de San Francisco y Nueva York, durmiendo en coches y casas abandonadas. Fue en 1986 cuando desertó de la indigencia y volvió a Buenos Aires, a Villa Pueyrredón, el barrio de su infancia. Allí le esperaba aquel encuentro con los que le habían dado por muerto. -¿Y qué fue de su vida, señor? -No sé. Para las editoriales soy un raro de cierto peligro para el buen negocio de la facilidad y los lugares comunes que tanto abundan.
Por Jorge Quiroga
Nosotros dos
La narrativa de Néstor Sánchez es desde su primer novela Nosotros dos una indagación, una búsqueda, la pregunta por el pensamiento del pasado, una y otra vez, el destino va infiltrando su recuerdo hasta casi desmembrarse, y todo encuentro es un mito, una forma de la soledad. Es que el camino en sentido contrario cuenta una historia cifrada, si caminar alrededor y en la oscuridad de la ciudad, obstinadamente, preguntando el sentido, (o qué eran los dos, en ese espacio intransitable y desdibujado, de un verano que no puede recuperarse), incita a escribir, también hace recordar.
La escritura es intervención irreal y modulada, un golpe de sentido, como cruzar el río inmundo, retornar a Banfield y al Sur. Semeja resplandores en la noche, y en el patio del suburbio, en las piezas del azar.
Pedazos de imágenes, fragmentos dispersos: puede ser un suéter celeste, un río, una banderola opaca, una pileta horadada, los remiendos en las sábanas de los hoteles baratos, vías apenas iluminadas, ladridos de perros, ventanas en ruinas, sufrimientos, tristezas irremediables, o un hombre simplemente que recuerda.
El mundo, o mejor dicho, el pequeño cosmos, es repetición, poesía del vacío, cielo desteñido, en los extramuros del tiempo pasado. Parte también del llamado fracaso argentino previsible.
Historias interpenetradas, el recuerdo gasta ya se corroe, todo deja de pertenecer, es que la vida sigue siendo breve, interconecta con el aislamiento de no tener destino. Él habla. Improvisa, desaparece, naufraga en esa desesperación de la ausencia. Por eso dice “mezclé mi pobre Arlt con mi manera especialísima de caminar el tango que me venía de Santana”. Todo ese mundo peligroso e irrisorio, que atravesará su poética, un sitio torvo de gente que bordea una vida de iluminados, que se extravían en el vacío, de lo que está al margen. Furioso, onetiano, como si viviera en la negación del extremo, aparentemente sin salida.
Leer toda la literatura argentina. Irse desprendiendo de lo presentido, siempre huir, ausentarse. A ella le dice: “fuiste capaz de cosas increíbles a fuerza de no darte cuenta de casi nada, de aceptar acaso el destino”. Ya que esta novela es una interpretación, una carta no enviada, una improvisación. El proyecto es interrumpido, es inviable, quedan restos de lo que fue, justamente de aquello que no se puede desviar de ningún modo, que se envuelve en lo trunco.
El río está brillando fantasmal, tiene que ver con cierta memoria de lo que no está allí, y que sin embargo es un pasado irreal. La vida de nosotros, escribe Sánchez, esa vida resguardada, en brumosos reservados, con misteriosos rostros oscuros. Todo dicho, reiterado, obstinado, raramente poetizado. “Todo siempre mezclado, siempre haciendo agua”, la historia monótona lamentable.
El sentimiento del tiempo, prevalece en la creación de este imaginario, “tragado por los ruidos de la ciudad”, “los dos en un barrio apartado de la ciudad”, como mariposas en un álbum y voces de algo ya formulado
Son pocos recuerdos que martillan el inicio de una narrativa vibrante, en su capacidad desgarrada, rodean un país invadido, en el centro de una corriente de años que se suceden, y que por vuelta de la escritura, mantienen la única posibilidad de rememoración.
Nosotros dos hace presente una novelística y una literatura desusada, que tiene que leerse como un dominante entrelazamiento, que habla de una versión literaria, en la que el lenguaje es el principal juego.
Siberia Blues
La escritura se irá radicalizando, una voz como interior irá improvisando, utilizando una progresión, envolviéndose en torbellinos, en cargas y franjas urquicenses de sentido casi interrogativo, en las que la legendaria barra de Toma sol de la Siberia, irá ocupando el escenario de ese lenguaje fronterizo y desatado.
Sánchez libera sus astronautas, corroe las frases, escribe una poemática tan sólo con restos narrativas “por la calle Valdenegro al norte, también durante los años cuarenta, languidecía la frontera y al empezar los plátanos ya no quedaban rastros de la Siberia”. Con su piyama explicaba aforísticamente la sordidez del mundo. Con su Kropotkin en el sobaco. Un obispo se recluía en su apodo. En la quinta de Saavedra, después alambrada y cobijante. Esos seres de allí, nunca se transferirán. Restos inciertos “donde los hechos serán alterados” en una poética de lo desolado. Donde se cruza o no el límite, la última orilla, e indecisamente, los atrapados se reúnen en el Bar Trece, para dilapidar el tiempo que se disuelve.
Años invencibles, heroicos, con personajes que ya entran y salen, donde ya no importa quién habla sino de qué se habla. El tiempo se roba porque es un destiempo acribillado de bufosos, artimañas picarescas, planes remotos. La yegua, resplandeciendo en el callejón del barrio, abriéndose en las intermitencias de la Siberia, era una constancia instalada en el temblor de la siesta. Tirando del carro en su paseo asoleado.
Un fraseo interior. La imbrincación, el detalle, una vacilación que se desarrolla en el resplandor de las historias secretas. Dudas, interrogaciones del recuerdo, es acaso esto el destino de las trampas. Los sujetos se apelmazan, se tocan, es todo un sistema de autorreferencias, y vacíos brutales que se rinden en la frontera siberiana.
El amhor, los orsinis, y la muerte
La tercera novela de Néstor Sánchez cierra una zaga. Y es escrita extremando las resonancias, repeticiones y variaciones de sentido, mediante una cohorte de personajes, nombres, humildades lúdicas, es a la vez una escritura en busca del traslado de una alucinación y un riesgo espiritual equívoco. Esto ya se había insinuado antes, pero ahora se vuelve una posibilidad cierta, una narración tan condensada que ronda el lenguaje –o el extravío–, transmitiendo la ambigüedad en personajes intercambiables, con filiaciones y proximidades atenuadas por lo sepia.
Clarividencias que sólo permiten salir, ahora con gestos y rostros insistentemente espeluznantes, la realidad en sí, diversos tiempos superpuestos, el espacio literario en la claridad de Ingeniero Maschwitz y su atmósfera especial, o en la casa de Flores, en el aguantadero, donde Donald Gleason espera, quién sabe qué señal, o en la piecita del suicida, donde suena la estampida, en el recuerdo del tío Ismael.
Esa enigmática unión entre la vida y la muerte, un hermetismo, mezcla afiebrada que indica la búsqueda espiritual y transitoria. Alguien se convoca imaginariamente, se lo hace existir, en verdad concibe una desconfianza en el lenguaje, que logra que se sustantivice, lo que no se puede conocer, observando atentamente hasta apagarse.
El asalto final, al edificio de la Caja Nacional de Ahorro Postal, articula una ensoñación improcedente, donde mueren los mejores, se les da un pasaje y tal vez una señal, un código, que pueda dejar pronunciar un nombre, más allá de los caídos en acción.
Cómico de la lengua
Decía Néstor Sánchez, poco tiempo antes de publicar su novela Cómico de la lengua, en el prólogo a una serie de textos italianos sobre Césare Paveese: “poesía no es otra cosa que reiteración, toda escritura es una ética (o una sospecha bastante parecida a una esscritura”. En Cómico... se narran las peripecias de un grupo en “la supuesta inverosimilitud del olvido”, esa gente está viviendo un exilio de sí mismos, mientras alguien narra, tacha, intenta describir de manera agonizante y corruptible, recordando y recapitulando un fugaz conocimiento abismal. Un paquete que viaja misteriosamente, alusiones, cada uno con sus motivos para armar una historia, que los lleva alternativamente al claro de la selva, o a Buenos Aires, a las pequeñas caligrafías, a un tedio que no los impulsa, entrando y saliendo, con identidades múltiples, cuya única razón de ser es la escritura.
La fragilidad de no ser preciso, historias alrededor de figuras, la regulación de la inmediatez, en un mundo que se escinde y se esconde, sin necesidad de pronunciarse, el espejo o la palabra espejo, todo es una escena que atrae, en la repetición infinita.
El silencio, las frases reiteradas, los sucesos corrientes que envuelven fragmentos de sentido, los cambios de tono, donde lo importante es la transmisión de una memoria. Evitar lo real, para poetizar un pasado que no existe, que sólo se imagina en el narrar. Dibujar en las paredes, “la nada inverificable”, el acecho a aquello que somos y que está allí, en el cifrado de la literatura, la vida está en otra parte, en el impulso del viaje. Se trata del reencuentro en los paisajes más indescriptibles, en los sondeos y desmantelamientos. Las palabras son una manera de volver, de esconder un mundo caído. Escenas congeladas, que sin embargo merecen la reiteración, el peso de lo contingente, las puertas inútilmente clausuradas.
Narrativa de Sánchez
La narrativa de Sánchez está organizada mediante la formación de ciertos tramos que van imbricándose de diversa manera, hasta evocar imágenes densas y contundentes, historias tan cerradas en su mismo poder de alusión, que hacen imposible, no volver a ellas, una y otra vez.
Como quiera que sea, si el mundo real es imposible, la escritura poemática, es decir, un modo particular de concebir el vínculo entre lo conocido y lo desconocido, el lenguaje como instrumento de indagación, sin ataduras a lo verosímil, también lo es.
Si la literatura es conocimiento en los bordes, el tipo de experiencia literaria que Néstor Sánchez ensayó de manera incesante fue una experimentación sin concesiones, y consiguió plasmar una obra, que figura entre las más importante de nuestro tiempo. Su desaparición, su largo silencio, forman parte de sus misteriosos gestos de escritor profético, cultor de la otra literatura, la que nos inquiere y convoca. Dándose en ráfagas narrativas, en silencios, en reflejos inútiles. Sánchez va cerrando un territorio que no pertenece a nada, que se extiende hacia la noche, ya un habla casi inaudible, que hace seguramente pensar en el vacío.
Los encuentros a cualquier hora del día, son cosas olvidadas en una pequeña caja de Pandora sin fondo, que reagrupan la memoria y la difunden. “La posibilidad de un dolor infinitamente excitante existe”, la vida es fiesta, proliferación, “errancias recobradas, dicha amplitud del olvido”; que justifica la escritura y la constriñe en sus propios límites. Alguien habló y dijo algo, que se recuerda y piensa. Visiones introducidas en un vasto sentido que se pierde, enfoques jadeantes, anticipaciones de la nada.
Nosotros dos, de Néstor Sánchez
XXII
No sé de dónde el hábito a sentirlo todo en una sola tarde, los tres años antes de las doce de la noche y nosotros solos, casi sin hablarnos, por una calle que en mí debe corresponder a la zona del Bajo. Una única tarde en que las tantas piezas recorridas, los postigos trabados, la falta de ventanas y el techo bajo, el techo a dos aguas y los objetos con otras marcas de manos, siempre las sábanas amarillentas o una frazada sola o una colcha desteñida para taparnos, los libros firmados por otros, los puchos y el olor de los otros, todo se reduce y se funde, no sale de un ocre sucio en Arles, de un olor a trapos en el armario del altillo: me veo con las manos paralizadas en los bordes de las solapas, vos que tironeás una punta del papel floreado de las paredes a dos semanas del club social de Caballito, un poco pálida y el vestido verde, que te gusta esa pieza con el ruido del agua que cae en el water y la luz roja sobre la cabecera de la cama, apenas apoyada con un dedo y yo que te llamo desde la persiana sujeta con alambre, por el único intersticio, sin atreverme a otra cosa, te muestro el resplandor del río, la calle con adoquines irregulares por la que caminan sin hablarse un hombre y una mujer a la caída de la tarde.
Escribir de oído
Por Antonio Jiménez Morato.
La reedición de Cómico de la lengua en los Libros de la resistencia, así como las reimpresiones de Nosotros dos y Sobre Sánchez de Osvaldo Baigorria en Mansalva (este último además editado en España por Varasek) han vuelto a colocar a Néstor Sámchez y su personalísima escritura en el primer plano de actualidad.
Un buen poeta interrumpe en medio de la conversación para informar a su interlocutor que, de modo premeditado o no, ha soltado un endecasílabo, o un octosílabo, acaso un alejandrino, perfectos. Los poetas, esos extraños escritores que atienden al sonido y no sencillamente combaten con la lengua, tienen una relación personal con la música. Saben ver, por así decirlo, la pauta rítmica, la respiración, que a veces se diluye en el habla hasta pasar totalmente desapercibida. Los poetas, aún, se aferran a la oralidad, a la cadencia hablada. Los poetas hacen música con las palabras. Es un cliché, sí, pero no por ello deja de ser cierto. A veces los poetas se visten con la piel de los narradores, pero no dejan de ser poetas. Por ejemplo, es el caso de Saer. Cualquiera que haya leído a Saer sabe que no se trata sólo de contar una historia, ni de plasmar en demoradas descripciones que parecen dilatar la experiencia y tornarla trascendente lo que persigue. No, en los textos donde llegó más lejos (La mayor, Nadie nada nunca), sentimos el latido de un poeta, la cadencia del habla, la voluntad de transcribir, de transportar, de transmutar la palabra en escritura.
No es eso lo que pretendía Néstor Sánchez. A Sánchez le vino mal (bien a efectos de carrera literaria, pero mal porque generó ciertos malentendidos) que se lo relacionase siempre con Cortázar. Incluso los que han creído ver en el Sánchez enloquecido, vagabundeando por las ciudades norteamericanas, una suerte de réplica del Oliveira de Rayuela. Resulta evidente cuando uno transita por Nosotros dos lo que le fascinaba a Cortázar de la escritura de Sánchez: que era jazz. No era ritmo, o no sólo, era algo más, era locura y desenfreno, era la vocación liberada, tonal, improvisación mil veces ensayada, del mejor jazz. Todos saben que el jazz tiene ritmo, pero está difuminado. Todos saben que el jazz juega con melodías, pero las descoyunta y recompone. Todos saben que el jazz juega con las armonías de modo libre y asociativo, pero siempre uno puede entender las ligazones que permiten que cuando uno escucha un ensemble jazzístico tengamos la sensación de estar escuchando una canción y no una superposición de instrumentos que tocan simultáneamente. Hay gente que sí tiene esa sensación, obvio, pero esa gente no puede escuchar jazz. Ni siquiera el más clásico, los temas pertenecientes al swing, al cool, nada. El jazz puede parecer sencillo, pero nunca lo es. Es, pretendidamente, de modo intencionado, acaso fatal, sofisticado. Esa es la única condición del jazz. El jazz, que como es sabido nació en New Orleans del choque de los ritmos africanos con las melodías de la música occidental, fue y será, siempre, sofisticado. No puede no serlo. Y eso mismo sucede con la escritura de Néstor Sánchez, el negro que publicó Nosotros dos en 1966, Siberia blues en 1967, El amhor, los orsinis y la muerte en 1969 y Cómico de la lengua en 1973. Cito así, de carrerilla, la bibliografía de Sánchez porque sólo leyendo la secuencia, entendiéndola causalmente, melódicamente (en la melodía el orden de los factores altera el producto), puede comprenderse su desaparición. Porque sí, Sánchez desapareció durante quince años para emitir, como en el poema de Elliot, un suspiro, antes de un nuevo silencio, ya absoluto, en que se envolvió hasta su muerte y del que sólo ahora, en la necrófila y devota distancia, lo van sacando sus feligreses, convencidos de que a Sánchez hay que leerlo. Cuando, en realidad, hay que escucharlo.
Como Osvaldo Baigorria, que le dedicó una quest personal y desviada donde se desdibuja Sánchez como objetivo para que el propio Baigorria y su búsqueda de su vocación como escritor ocupe el centro del libro (y así Sobre Sánchez es más un libro sobre Baigorria y su aproximación a Sánchez que sobre Sánchez mismo, hasta el punto de que acaso el libro se hubiera podido terminar llamando «Nosotros yo», un título tan válido como el descartado «The Néstor Sánchez Experience», que se deja notar mucho en la estructura del libro; un libro, por cierto, publicado en Argentina por Mansalva en compañía de la recuperación de la seminal Nosotros dos, lo que enfatiza el gesto más reivindicativo de la figura de Sánchez, y más tarde en España por Varasek, dentro de una colección donde queda más inequívoca la vocación del texto de ser bitácora de una vivencia espiritual de Baigorria frente a la parte biográfica o crítica sobre Sánchez), pero donde se acierta de pleno al decir que la desaparición de Sánchez estaba ya anunciada en sus mismos textos. No porque preludiaran su viaje a la locura, sino porque presagiaban su ruptura con la narrativa, con el libro, enfrascado ya en una escritura intransitiva donde lo único que no había desaparecido era la fe en que al escribir algo sucede. Algo se avecina, se precipita, se intuye. Una poética del evento, del milagro, que tras Cómico de la lengua parecía ya clausurada, inaccesible, postergada. Su desaparición, su silencio, roto ya apenas por la edición en 1988 de La condición efímera, un libro que, siendo muy suyo, no lo parece, tiene mucho que ver con eso. La escritura parece haberse disuelto, no hay motivo para poner palabra tras palabra. Es, de hecho, un libro demasiado literario es, pudiera decirse incluso, literatura. Algo que no eran sus cuatro primeros libros, que parecían estar concebidos más para ser escuchados que leídos. Ahí acierta, también, Baigorria (acierta en tantas cosas, no se equivoquen, el libro de Baigorria es muy bueno, sobre todo al desplazar el libro hacia él y evitar el peligro de entender qué sucedió en los años en que Sánchez vagó, silencioso o silenciado, por el mundo, sin publicar, sin dejarse ver, sublimado el escritor en otra cosa que ninguno conocemos) al relacionar la escritura de Sánchez con el jazz. No escribe, frasea, no narra, alude, no cuenta, compone. Sánchez es un músico de jazz que escogió como instrumento la lengua. O que instrumentalizó la lengua en lugar de ser instrumento de ella. Sólo de ese modo puede comprenderse su periplo desde las aguas del jazz modal de Nosotros dos al free jazz desencajado y meramente sugerido de Cómico de la lengua. Pero, lejos de la escritura barroca de coetáneos como Sarduy o Arenas, Sánchez es engañosamente sencillo. Uno puede perfectamente entender sus palabras, sus frases, sus construcciones, sus sentidos. Lo que parece no vislumbrarse bien de la escritura de Sánchez es por qué no termina de construir sentido. Son canciones, claro, sin melodía pero canciones, son temas musicales desarrollados, son operetas sin causalidad, son lieders donde el lirismo está enmascarado pero no deja de latir. Sánchez escapa, huye, en una fuga (no barroca) de la exigencia de sentido que, a la postre, se le exige a la narrativa. Sánchez es un compositor, improvisador con el tema perfectamente memorizado, virtuoso no de un solo instrumento sino de toda la orquesta. Toda una orquesta que él toca a la vez. Sánchez no pretende que el lector recuerde sus tramas, se encariñe con sus personajes o siga pasando páginas tras página acuciado por el suspense. Sánchez quiere que lo escuchen, entrega una partitura para ser interpretada por el lector, y sólo de ese modo puede uno exprimir todo lo que su escritura alberga. Sánchez es, solo accidentalmente y de modo muy epidérmico, escritor. Tanto se ha insistido en eso, tanto se ha repetido por parte de todos los que se deleitan con sus libros, esos que se sumergen en la sonata de amor que es Nosotros dos, en el impromptu de Cómico de la lengua, en la condición afrodescendiente de Sánchez… Tanto se ha insistido en el rumor y la melodía de sus libros que se ha olvidado la principal arma que tiene un músico.
Los músicos, como las sirenas de Kafka, saben que es con su canto con lo que atraen a los marineros a su perdición, pero son plenamente conscientes de que su verdadero poder radica en su silencio. Por eso debiera entenderse ese silencio de Sánchez como la más osada, la más poderosa de todas sus decisiones como compositor. Tras sus cuatro sinfonías llegó el momento del silencio. Eso fueron sus años perdidos, los que sólo podemos conjeturar y, acaso, musicalizar desde fuera con los tintes de la más lacrimógena y efectista banda sonora. Pero Sánchez no compuso esas convencionales piezas destinadas a magnificar su gesto, a hacerlo comprensible, a dotarlo de un sentido asumible para esta sociedad que quiere entender hasta el por qué de los silencios. Nada más pretencioso que pretender desentrañar el por qué un escritor deja de publicar, o incluso de escribir. Ni las experiencias traumáticas, ni las frustraciones, ni siquiera el éxito imposible de superar. Es tan vacuo y absurdo preguntarse por qué hay una cofradía de silenciosos, llenar de ruido y teorías el vacío que ellos dejan, que pasma que se haya llegado a convertir, como tema, en un cliché recurrente y haya sido bautizado de modo, incluso, poco afortunado. Bartleby dejó de copiar, dijo que prefería no hacer actividades no relacionadas directamente con su trabajo de copista, ojo, pero no se niega a trabajar sino que establece una huelga, y por eso no abandona su puesto de trabajo. Ni siquiera cuando la empresa se muda a otras oficinas. Del mismo modo, Sánchez no dejó de componer su escritura, de trazar sus pentagramas sintácticos, lo que sucede es que hizo un uso del silencio único, hiperbólico, mayúsculo. Y eso pone muy nerviosos a los lectores, a los críticos, a los otros autores. Si los cuatro minutos y treinta y tres segundos de Cage ponen tan nerviosos a los espectadores imaginen la expectativa de quince años sin libros, una breve pieza y otros quince años de silencio. Pero sólo alguien muy ingenuo pensaría que eso no es intencionado, que Néstor Sánchez, ese hombre con un troqueo por nombre, no estaba componiendo SU silencio.
Por Jorge Boccanera
Reunir la imaginación dispersa y olvidada de uno de los grandes escritores argentinos, Néstor Sánchez, fallecido hace un año, es la tarea acometida por su hijo Claudio, Liliana Guaragno.
Luego, una apuesta editorial futura promete reeditar la obra completa de este escritor "de culto" -destacado a nivel latinoamericano, y editado por Seix Barral en España y Gallimard en Francia- que le dio la espalda al llamado "boom" acentuando su escritura de corte experimental influenciado por Carlos Castaneda, James Joyce, el surrealismo y las experiencias esotéricas de Gurdjieff.
Sánchez publicó en 1966 "Nosotros dos", a la que siguieron "Siberia Blues", "El amhor, los orsinis y la muerte" (sic) y "Cómico de la lengua", acaso su mejor obra. Durante 18 años el narrador permaneció fuera del país, ocho de los cuales vivió en las calles de Nueva York, alejado de la escritura.
De regreso a Buenos Aires en 1986 publicó el libro de relatos "La Condición Efímera", donde cuenta su experiencia como clochard (vagabundo), aunque unos pocos lectores lo recordaban. "Mi padre fue excluido del circuito literario -especula su hijo-; se oponía a todo tipo de negocio en relación con su escritura".
Bailarín profesional de tango en 1955 junto al popular Juan Carlos Copes, Sánchez fue burrero, periodista, viajero por Europa, Perú, Chile y Venezuela, donde publicó la antología "20 Nuevos narradores argentinos". Había arremetido con una prosa poética original desde un primer y desconocido libro de cuentos, "Escuchando a tu hijo".
Su reeditada novela, Nosotros dos, que lo ubicó en su momento entre los jóvenes más prometedores post "Rayuela", cuenta una historia de amor y desamor desandada entre calles de Banfield, Constitución y Retiro y tuvo el espaldarazo de Cortázar. "Se la envié por correo a París y él recomendó su publicación, de ahí en más quedamos amigos", recordó Sánchez en una última entrevista.
Luego de su muerte a los 68 años, en absoluta soledad y olvido, su hijo Claudio comenzó la tarea de recuperar su obra, anunciando la creación de una página web con fragmentos de sus novelas, artículos periodísticos, entrevistas y textos inéditos.
"Después del fallecimiento de su padre -cuenta Guaragno, ensayista dedicada a la obra de Sánchez- Claudio recuperó el material".
Entonces, "se reunió con Hugo Savino, Mariano Ficzman, Ricardo Ortiz y Roberto Raschella, amigos del escritor, para reeditar la obra y reunir materiales dispersos". Así obtuvo conversaciones grabadas, como una de Sánchez con Carlos Riccardo.
Literatura de fuerte impronta poética, (caracterizada por Sánchez como "escritura poemática") en sus textos las resonancias musicales de la palabra prevalecen sobre la historia. "Nosotros dos" anticipaba claves que se muestran más en "Siberia Blues": el jazz, el tango, las mujeres, el fútbol, el cine y el turf.
"Sánchez -señala Guaragno- no estaba de acuerdo con que la literatura estuviera ligada a la línea socio-política, pensaba que no era el instrumento apropiado para ese fin".
A su juicio la situación política que se vive desde 1966 en adelante sobre todo después del 70 -Sánchez ya no estaba en el país- condiciona respecto a una literatura diferente, ligada "a lo trascendente”. Este aspecto no entraba en las expectativas de los lectores de esa época, ni tampoco una narrativa como la de Sánchez, en la que el lector tiene que adherir por «resonancias»".
Para Guaragno, "Sánchez maneja el lenguaje como un instrumento musical, con reminiscencias, citas, otras voces literarias, otros signos como dibujos, planos, partituras, etcétera. No va a la comunicación, sino a la transmisión".
Esas características "si bien lo separan del gran público a partir del 70, generan una cantidad menor de lectores, pero apasionada por su obra; de modo que se lo leyó, se lo lee y se lo recuerda con la misma fuerza que tiene la palabra en Sánchez al nombrar, al dejar que la vida suene al ritmo de la escritura".
En 1973, a punto de editarse "Cómico de la Lengua" en París, Cortázar sostenía que Sánchez, ese autor criticado por el carácter experimental, era "muy audaz" y "sumamente útil en nuestro medio".
Sánchez, según Cortázar, rechaza los moldes ordinarios de la literatura narrativa "y busca escribir libros que, siendo novelas, tienen al mismo tiempo un aspecto formal, un aspecto idiomático, lleno de belleza porque va en contra de los lugares comunes de la adjetivación usual".
El autor de "Rayuela" decía sentirse atraído por la imaginación "extraña", de un novelista que "trabaja a base de síntesis fulgurantes", y al que "yo siempre he querido mucho".
Marco, Joaquín. "Néstor Sánchez y la expresión argentina." In Marco, La nueva literatura en España y América. Barcelona: Lumen, 1972. 320-25.* ¿??
TAMBORENEA, Mónica: "La condición efímera", en Babel (Buenos Aires), nº 2 (1988), p. 8.
Pocos escritores argentinos se aventuraron tan lejos como Néstor Sánchez. La edición argentina de Cómico de la lengua, su última novela, publicada originalmente en España en 1973, es una buena oportunidad para iniciarse en su lirismo kamikaze.
No es fácil escribir sobre Néstor Sánchez. Nada fácil. La indocilidad, el frío de los dedos; las palabras no salen, quieren salir, sí, pero no salen. El cerebro, nulo. Las ideas se mezclan, chocan, se disgregan, chau, no están más. Las frases asaltan el cerebro, lo acosan, pero así como vienen, se van, se hacen humo, hilacha. No duran. Y no hay de dónde agarrase. El “hilo” no aparece. Nada. Contagio Sánchez, pareciera. Ese intentar asirse, entonces, a algo, a lo que sea. Porque en Sánchez es eso, es sentir eso: como si el mundo con sus cosas se nos escurriera de las manos. Las historias por delante. Y alguien atrás tratando de seguirlas. A destiempo. Los libros de Sánchez son libros de arena. No hay más remedio que entregarse al ritmo, seguir la respiración, improvisar. Ver qué pasa, vamos a ver. Ningún plan. Lo seguimos de cerca, no le sacamos el ojo, pero al menor descuido nos deja a pie, con la mirada en el techo: lo perdimos, ya está en otro lado, siguió su ruta, llevándose con él su lírica crispada, arrítmica, imprevisible. (Después, releyendo, es posible alcanzarlo, sí, pero no logramos tenerlo mucho tiempo a la par: en trance, introspectivo, persiguiendo, como un baqueano, rastros verbales inauditos, Sánchez va siempre varios pasos adelante.) La música, el jazz, frases que son solos (de Coltrane, de Pharoah Sanders, de Ornette Coleman), pero que sin embargo carecen de los aullidos del free. Son, más bien, susurros de la lengua, murmullos atemperados. Ningún énfasis. La prosa de Sánchez no levanta la voz. ¿Para qué? Si igual nadie escucha. Mejor así: escribir para una docena, como René Daumal. Escribir fuera del mundo, borrado, purificando una y otra vez las palabras de la tribu.
Un día a Sánchez lo abandonó la épica y dejó de purificar. Dijo basta, hasta acá llegué, les dejo todo. Había ido demasiado lejos. Su legado: cuatro novelas extraordinarias y un libro de cuentos también extraordinario. A la par de la escritura, su búsqueda espiritual: una serie de viajes por Sudamérica, los Estados Unidos y Europa siguiendo a los grupos de trabajo de Gurdjieff. Vida y literatura: posiblemente no haya otro escritor argentino en el que esas dos instancias hayan estado tan ligadas. “Jamás he escrito una sola palabra que no se refiriera a mí mismo.” Sánchez hubiera podido firmar esa frase de Gombrowicz. Lo demás –ficcionalizar, tramar, construir diálogos, personajes, etc.– es tarea de novelistas. Lo de Sánchez no iba por ahí, nada que ver. Su antinovelismo se emparienta, más bien, con los libros “concienciales” de Macedonio Fernández, cuyo nombre aparece más de una vez en El amhor, los orsinis y la muerte (1969). Escribió novelas, sí, pero en contra: desguazando sus procedimientos tradicionales, sus formas anquilosadas, sus tediosas categorías. La solemnidad le daba urticaria; de ahí que Sartre y sus feligreses le resultaran indigeribles. El boom le dada risa. A diferencia de muchos de sus compañeros de generación –“escritores con tema y con estilo”–, el mercado nunca fue un problema para Sánchez: de entrada le dio la espalda. Como buen heredero de Joyce, de Beckett, escribía lo que se le cantaba la gana. Se corría a un costado y dejaba que las presiones pasaran de largo. Ni siquiera cedió cuando los amigos lo alentaron para que volviera a escribir. Había dejado de creer en la literatura, ya estaba del otro lado. No solamente había perdido la épica, sino que a partir de la escritura de Cómico de la lengua (1973), que coincide con su compromiso cada vez mayor con el “Cuarto Camino” de Gurdjieff, escribir se había vuelto para él una actividad sospechosa. “Todo es vanidad y apacentarse de viento.” La frase del Eclesiastés se le metió en la sangre, en los huesos, como un virus. ¿Escribir?, ¿para qué? ¿Qué más decir? Es que Sánchez, deliberadamente, radicalmente, se había vaciado. ¿Cómo escribir después de haber dado –después de haber perdido– hasta lo que no se tiene? Cualquiera que hojee unas pocas páginas de El amhor, los orsinis y la muerte o de Cómico de la lengua enseguida se da cuenta de que la escritura poemática de Sánchez es una experiencia singularísima con los límites del lenguaje, con sus posibilidades semánticas y sonoras; una experiencia anclada, como pocas, en un presente sin garantías, en una disponibilidad, y atravesada por el bello e imposible intento de horadar el idioma para ver u oír –como quería Beckett– lo que se oculta detrás. Así y todo, hubo un último libro, La condición efímera (1988), que reúne los relatos que escribió durante sus años de errancia por los Estados Unidos. Pero después nada más.
En el trayecto que va de Nosotros dos (1966) a ese último libro, lo que sobre todo se lee es cómo Sánchez, “profundizando en su propio instrumento”, fue adelgazando cada vez más y más sus frases hasta componer con ellas una suerte de escritura del vacío, un tejido de significantes agujereados que resuenan en múltiples direcciones; una lógica “narrativa”, o sea, que nunca responde a los dictados de la cárcel cargosa del sentido. (Por si hace falta decirlo: lo de Sánchez siempre fue la libertad.) Porque si bien en Nosotros dos o Siberia blues (1967), a pesar de que ya están presentes el fuera de foco referencial y los disloques sintácticos característicos de su prosa, todavía es posible seguir ciertas líneas argumentales, a partir de El amhor los relatos estallan, el texto se fragmenta, se desparrama, componiendo párrafos autónomos, ribeteados por líneas en blanco, que pueden leerse perfectamente como pequeños poemas. En Cómico, incluso, esos poemas por momentos adquieren la disposición espacial y la abstracción que habitualmente le atribuimos a la poesía. Por último, La condición efímera: relatos de un lirismo radical –la cuerda del instrumento siempre a punto de cortarse, tensísima, como la soga de la que cuelga el ahorcado– y en los que sólo es posible entrever anécdotas en una segunda o tercera lectura. No es fácil leer a Néstor Sánchez. Nada fácil. “Mi único consuelo de la angustia permanente”, escribió, “fue escribir. Al hacerlo, sólo atiné a recordarles a mis semejantes que se iban a morir a plazo fijo”. De ahí, precisamente, su actualidad, su vigencia. Su literatura sin concesiones no sólo pulveriza, deslumbrándonos, nuestros estúpidos hábitos intelectivos, sino que también nos recuerda –a la pasada, en voz baja, siempre en voz baja– que un día esto se acaba.
Mariano Dupont
NÉSTOR SÁNCHEZ
CÓMICO DE LA LENGUA
(Paradiso) 334 páginas
3 novelas experimentales
> Folisofía, de Héctor A. Murena
> Cobra, de Severo Sarduy
> Catatau, de Paulo Leminski
EL GRAFFITI APARECIÓ en Nueva York, a principios de la década del 80: "La verdad y la locura son síntomas de una misma enfermedad". Por esos años, un escritor argentino deambulaba por las calles de esa misma ciudad. Era un homeless que gastaba sus harapos y se abrigaba debajo de los puentes. Néstor Sánchez, autor de cuatro novelas y señalado por Julio Cortázar como la nueva sangre de la prosa latinoamericana, había abandonado todo para buscar la verdad, o la locura.
Nacido en Buenos Aires en 1935, bailarín profesional de tango, traductor y vagabundo, Sánchez es uno de los grandes escritores desconocidos de la Argentina. En la década del 60, y a contracorriente del boom latinoamericano y del realismo mágico, Sánchez se dedicó a explorar los límites que dividen la poesía de la prosa, con una voz propia y sosteniendo una propuesta de vanguardia en medio del aluvión que provocaron Rayuela y Cien años de Soledad.
Murió el 15 de abril de 2003, después de haber recorrido innumerables editoriales, buscando la reedición de sus libros. Con la reciente edición de su primera novela, Nosotros dos, y la próxima publicación de Siberia Blues y un libro de conversaciones con el escritor Carlos Ricardo, sus textos parecen volver con justicia al repertorio de nombres de la literatura argentina.
RITMOS DE LA PÁGINA. Fue en los bares de Buenos Aires donde se produjo el aprendizaje literario de Sánchez, con amigos como los poetas Francisco Madariaga y Enrique Molina. El ambiente del tango y la soledad de esos primeros años se encuentran en Nosotros dos, el primero de sus juegos autobiográficos. Por aquellos días también formó un grupo de baile con el hoy famoso Juan Carlos Copes, y recorrió las noches de milongas y clubes de barrio. La muerte de su padre, poeta y músico, también resuena en ese libro, que inaugura la escritura musical de Sánchez.
Desde el ambiente tanguero de Nosotros dos, pasando por la fiebre jazzística de Siberia blues, hasta la repetición oriental en El amhor, los orsinis y la muerte, Sánchez actualiza la expresión musical en la literatura, no sólo desde lo temático, sino también desde el ritmo de las frases, cada vez con menos estribillos a medida que se avanza en la improvisación.
El jazz alienta la emoción, convoca ganas de vivir, hurga en la rajadura de la tela, explicó una vez, y todos sus libros siguieron ese mismo impulso. "En mi escritura había adhesión al surrealismo, a la beat generation", dijo en otra ocasión, tratando de encontrar antecedentes literarios.
"Fui un buen lector de poesía más que de novelas, pero no me fue dado el poema. Entonces opté por una escritura poemática, sin darle mucha importancia a la anécdota ni a los personajes, sino más bien al tono del libro". Para él, la prosa no era más que una excusa para llegar a la poesía, y siempre valoraba los esfuerzos experimentales, con el Ulises de James Joyce como su más rico ejemplo.
MILAGRO EUROPEO. En 1964, Julio Cortázar dijo que la prosa de Sánchez era "una de las mejores tentativas de crear un estilo narrativo digno de ese nombre". Un tiempo antes, Cortázar había recibido en París los originales de Nosotros dos, junto a una carta un poco "retobada", tal como relata en La vuelta al día en ochenta mundos. Bajo los auspicios del autor de Rayuela, Sudamericana publicó esa primera novela de Sánchez, a la que siguieron Siberia Blues y El Amhor, los orsinis y la muerte.
Esos libros, escritos entre sus primeros viajes por Latinoamérica, y una beca obtenida en 1969 para estudiar en la Universidad de Iowa, parecían confirmar a Sánchez como una nueva y joven figura, con una obra consistente y un futuro promisorio.
Pero la vida académica no le causó más que aburrimiento, y el proyecto no duró demasiado. "No soportaba ese desierto, esa soledad espantosa", confesó años después en un reportaje. "Me fui a Roma, y ante la imposibilidad de ganarme la vida, una mañana, al amanecer, experimenté un inexplicable aleteo y opté, a pesar de mi asco creciente por el boom de la literatura latinoamericana, por tentar Barcelona".
Pidió algunos trabajos de traducción en Seix Barral, pero la editorial le ofreció la publicación de sus tres novelas en España. "Fue un verdadero milagro", relataba años después. "Dije, mintiendo, que tenía otra novela en marcha (ya no quería ni siquiera escribir) y me pagaron por mes, durante un año, lo que terminó siendo Cómico de la lengua", publicada en 1973.
En París continuó con esa suerte: la prestigiosa editorial Gallimard también publicó esa novela y Nosotros dos. Trabajó como traductor y hasta escribió un guión de El Amhor, los orsinis y la muerte, que Sánchez presentó al director Franois Truffaut. "Me respondió que era un excelente guión para escribir una novela", recordaba divertido. Pero esos fueron los últimos días de su vida como escritor. Un intento de suicidio y, poco tiempo después, la muerte de su hija recién nacida, lo empujaron al silencio.
DIARIO DE MANHATTAN. En 1976 voló a Nueva York, y comenzó una búsqueda espiritual, cargada de ejercicios de conciencia, de reflexión y de sufrimientos. Sánchez creía que podía "pagar por adelantado" con el cuerpo, para postergar la muerte. "Estaba convencido, en mi enfermedad, de que se podía vivir 300 años", explicaba. Durante ese aprendizaje, se dedicó a analizar cada uno de sus impulsos vitales, a ciertas privaciones corporales y a la contemplación de la ciudad más moderna del mundo, para "despertar" su espíritu.
"Él hacía, por ejemplo, un calendario de palabras", relata su hijo Claudio. "Cada día elegía una palabra, con la que debía relacionar todo lo que veía. Las relaciones no terminan nunca. Las cosas se transforman, la realidad es mucho más interesante".
También se dedicó a registrar sus días en cuadernos que periódicamente quemaba. Escribía sólo con la mano izquierda, para ejercitar la sensibilidad. Algunas de esas experiencias están en el "Diario de Manhattan", uno de los relatos que componen su último libro, La condición efímera, escrito de vuelta en Buenos Aires después de casi 15 años de silencio.
El período de Sánchez en Nueva York duró casi una década. Su familia, sus amigos y todos en el ambiente literario argentino lo dieron por muerto. Algunos hasta le organizaron un homenaje, que creyeron póstumo. Pero en 1986 Sánchez le escribió una carta a su hijo, y Claudio le envió un pasaje para que pudiera volver a la Argentina. Cuando llegó a Ezeiza, no traía más equipaje que su pasaporte.
LA MURGA DEL BOOM. En 1969, Juan Carlos Onetti actuó como jurado en el concurso de novela de Sudamericana-Primera Plana. Luego de leer El amhor, los orsinis y la muerte, uno de los trabajos presentados, Onetti le confió a Emir Rodríguez Monegal que la novela estaba "admirablemente bien escrita, pero que parecían los fragmentos que se le olvidaron a Cortázar".
El extraño elogio no fue festejado por Rodríguez Monegal, que veía en el autor de esa novela algo nuevo y más original, pero el juicio de Onetti marca claramente cuál fue el punto de partida de Néstor Sánchez, y cuáles las barreras que tuvo que superar. Por supuesto que Sánchez no ganó ese ni ningún otro certamen literario, pero el malentendido sobre la influencia de Cortázar en sus textos siguió, y sigue, como una amplificación de los juicios sumarios de las solapas de los libros.
Para Cortázar, que trataba de deshacerse del peso de ser algo así como su padrino, la escritura de Sánchez tenía "una actitud preadámica, de opción total, sin tradición ni herencia". Pero Sánchez iba un poco más allá. No sólo atacaba la novela tradicional, sino que les recriminaba a sus contemporáneos que abandonaran la poesía, que las novelas se transformaran en meros instrumentos de una política cultural. Para él, "los escritores del compromiso eran los más irresponsables", y el boom no era más que la "murga" que los agrupaba.
Y mientras Cortázar escribía en los parkings de la ruta Paris-Marsella lo que terminó siendo Los autonautas de la cosmopista, Sánchez ya era un mendigo fascinado que caminaba por Nueva York.
VIDA, LITERATURA Y MUERTE. Desde muy temprano Sánchez había iniciado una búsqueda mística que lo llevó a varias experiencias grupales tanto en Buenos Aires como en París, con maestros espirituales y bajo la influencia del ruso G. I. Gurdjieff y de Carlos Castaneda. Nada podía ir más en contra del creciente compromiso político y la denuncia realista a la que se volcaron varias generaciones de escritores latinoamericanos a partir de los años 60.
Para él, percepción y escritura tenían que confundirse, y el método era la improvisación, que acaso tomó prestada de la música o de su misma experiencia como bailarín. En sus relatos y novelas, las versiones sobre las cosas son imprecisas, se acumulan y se superponen. Las historias se componen siempre en base a sugerencias y nociones que rehúyen de la coherencia, de la psicología, de la linealidad, en un desorden parecido al de los sueños y los recuerdos.
Sánchez nunca perdía la oportunidad de aclarar que toda su escritura era un ejercicio autobiográfico. Antes de morir, confesó que ya no le quedaban cosas por contar. "La idea de vivir en estado de peligro es lo que aproxima mi escritura a la condición lumpen, y lo que me hace escribir en un último extremo de mí mismo. Estoy por entero en la escritura, está mi vida por entero. Por eso ahora no escribo más. Se me acabó la épica".
"¿Por qué hay entre nuestra vida y nuestra literatura una especie de muro de la vergüenza?", se había preguntado Cortázar en La vuelta al día en ochenta mundos. Para Sánchez, no había distancia entre literatura y vida. Durante años conoció los límites de la experiencia humana en su peregrinación por Estados Unidos. Volvió silencioso y agotado. La literatura era sólo el juego por el que había que comenzar, en una búsqueda espiritual que, para él, sólo podía terminar con la muerte.
Diario de Manhattan
(fragmentos)Néstor Sánchez a Carlos Sánchez
Diciembre | lunes 5
LA ELOCUENCIA ÍNTIMA sobradamente íntima de un año que termina en la vicisitud constante entre comprensión o penumbra. Aparecer en esta isla, recorrerla incluso en sus gangrenas, es como adjudicarle verosimilitud: a veces, sin embargo, se parece demasiado a una metáfora de toda humanidad que decae degradándose; otras, un museo perfecto de hasta el último pormenor de lo que no debe hacerse.
Comprar este cuaderno representó, en cierto modo, consentir necesidad de cauce, de punto de apoyo para alguna forma de preservación interior en principio no deducida.
Por ahora ningún propósito concreto, salvo que escribiré en permanencia, por primera vez, con la mano izquierda.
miércoles 14
La caravana incesante de los puentes que colma cada mañana la ciudad; la caravana desvariada que la vacía cada tarde con dos luces de frente, hacia los relámpagos sonoros del televisor. Cinco días de flujo y reflujo multitudinario en cuatro ruedas, acaso con el único motivo no del todo explícito de consumir petróleo en gran escala. El planeta, fatalidad en sí mismo, requiere ser vaciado, a su edad, del líquido negro. El está en otro argumento; papá y mamá por lo común también.
Y el sol una estrella, y doscientos cincuenta mil millones de estrellas (de soles) nada más en esta galaxia; con el punto en la luna.
Agregué la pierna izquierda; por ahora es la que sube y baja los cordones. ¿La atención tendería a circular en otra frecuencia?
Enero | martes 17
Fui a Harlem; dormí en Harlem.
La fábula consabida del repudio al blanco se acartonó, como todo aquí ha tendido a perder autenticidad. El rechazo es grande pero la manera de vivir (y muy en especial la suma de aberraciones) es la misma.
Imposible, claro, no pensar en el jazz: fue reemplazado por la brutalidad eléctrica con sistema de parlantes. Sólo se trata de fomentar aturdimiento fanático a partir del beat de un levantador de pesas, por lo menos. Entonces, como en el caso de los blancos, alguien ulula en la irredención estética.
En cuanto a la marginalidad (es decir a la conducta en el peligro), tendió a verificarse lo ya presentado: únicos capaces de atención sobre sí, de continuidad coherente. Como adiestrados para algún día acceder a otro plano de ser.
Me protegí por un rato en la naturaleza (helada, de Central Park) pensando en New Orleáns y el spiritual, en aquella religiosidad después de la esclavitud, en la aristocracia de servicio que cada tanto se insinuaría en algunas excepciones, sobre todo mujeres, sobre todo cuando sonríen desde tan lejos.
(En La condición efímera).
La crítica, Gurdjieff y la muerte
LA CRÍTICA OFICIAL pocas veces se ocupó del trabajo de Néstor Sánchez. "Mi propósito poemático y el no vincularme a una tradición literaria eran cosas que creaban una especie de desazón en la crítica. No fui bien recibido", le confió en una larga entrevista a Leonardo Longhi. "A mí me obsesionaba lo lumpen, palabra que sufrió una especie de degradación. Ahora lumpen es un insulto, pero en mi época tenía una connotación no conformista."
Pero quizá el mayor desplante de Sánchez con respecto a la crítica y a las corrientes literarias de la época comenzó con su opción mística y sus trabajos bajo la tutela de diferentes maestros espirituales. Su literatura no era más que un instrumento para ese aprendizaje. "Había la sensación de una épica, la épica de mostrar la muerte a mis semejantes. Me llamaba la atención poderosamente cómo la gente no convivía con la idea de la muerte".
En su primer viaje a Perú, por casualidad, se encontró con la filosofía de G. I. Gurdjieff. "Mirado desde afuera, mi encuentro con Gurdjieff parecía decidido de antemano", afirmaba. En Lima comenzó con sus estudios sobre el tema, y luego en Buenos Aires continuó con un instructor.
Años más tarde, en París, la imagen del maestro volvió casi como una alucinación. "Tuve una fantasía sobre la muerte de Gurdjieff. Sospeché que en un plano esotérico determinado podía existir la posibilidad de conquistar más vida, y esa sospecha se hizo carne en mí, un poco como respuesta a la situación cada vez más insostenible de la muerte: avanzaba la edad, la muerte se me venía encima y no quedaba nada".
Fue el comienzo de su etapa de casi 10 años en Estados Unidos, adonde fue en busca de un nuevo maestro. "Gurdjieff habla de trabajo consciente y sufrimiento intencional, y yo procuré hacer las dos cosas: había roto con todos los lazos de la vida ordinaria, no había libros ni máquina de escribir ni nada. Había una fuerte relación con una noción de influencia, de una conciencia más alta descendiendo hacia uno y de un compromiso total en respuesta a ella. Yo tenía la sensación de vivir relacionado con esa influencia. Por supuesto, estaba enfermo pero no me daba cuenta. Vivía en circunstancias muy difíciles, muy dolorosas, y no sabía que había pasado el límite de lo que se puede admitir para el sufrimiento. Empezaron a aparecer voces en mí, síntomas de esquizofrenia, y tuve que ponerle fin".
Marcel Gonnet Wainmayer
DESDE HACE MEDIO SIGLO ES AUTOR DE CULTO, OCULTO.
Cultura
12 Ago 2017 - 9:00 PM
Por Isaías Peña Gutiérrez
Semblanza del argentino Néstor Sánchez (1935-2003): experimental, polémico, extravagante, único.
Aunque se convirtió en un autor de culto y su destino ha sido el de permanecer oculto (al contrario de muchos autores de culto), Néstor Sánchez no ha dejado de ser una referencia polémica en las letras del mundo. Lo fue en la década del 60 del siglo pasado, cuando publicó sus primeros libros. Sin embargo, las nuevas generaciones —del 80 para acá— no saben nada de él. Entre nosotros, los estudiantes de creación literaria y los escritores jóvenes no lo tienen en sus listas. Incluso, muchos argentinos lo ignoran. Federico Andahazi me dijo alguna vez que Néstor Sánchez era mexicano.
Cuando publicó Nosotros dos y Siberia blues, en 1966 y 1967, sus primeras novelas, con el entusiasmo de la Editorial Sudamericana de Buenos Aires (el mismo año de Cien años de soledad), se prendieron las alarmas rojas. Sánchez apenas llegaba a los 30 y ya sus artículos críticos aparecían en revistas y periódicos nacionales (Primera Plana, Artiempo, Confirmado). Pronto se iría contra el naciente Boom de la narrativa latinoamericana. En 1963 había publicado el libro de cuentos, del que renegó, Escuchando a tu hijo. Y luego, con cada nuevo libro suyo —en vida no fueron muchos—, cambiaría la orientación de su escritura e iría buscando nuevas rutas para su lenguaje literario. La antinovela y las expresiones que rompieran con todos los cánones de la historia de la literatura se convertirían en sus mejores banderas. Rehusó, desde el comienzo, la golosina del mercado del libro: sentía aversión por la literatura “dedicada al buen negocio de la facilidad y los lugares comunes” y no quiso adherir al “compromiso” intelectual alegado por las ideologías que llegaban de Francia. Anduvo en contravía y se animaba con las lecturas de la Beat Generation, de sus compañeros de Opium y Sunda, y de los que leía y traducía: Céline, Klossowski, Claude Simon, Pavese, Michaux, Caillois, Enrique Molina, Madariaga, etc. Antes de ser publicado en francés por Gallimard y reeditado por Seix Barral en España, Julio Cortázar salió en su defensa: “No soy crítico ni ensayista ni pienso defender a Sánchez, que ya es grandecito y sale solo de noche”, “Sánchez es un novelista muy criticado y muy combatido por el carácter experimental, muy audaz, de su obra”, “Néstor Sánchez tiene una imaginación muy extraña y trabaja con base en síntesis fulgurantes”, “Es un hombre que rechaza los moldes ordinarios de la literatura”, que “está lleno de belleza porque va en contra de todos los lugares comunes”.
Luego de sus dos primeras novelas, en 1968, Néstor Sánchez comenzó su misterioso periplo por el mundo. Se inicia como traductor del francés e italiano. Le otorgan la que será una de las becas más famosos entre los escritores latinoamericanos: la International Writing Program, de la Universidad de Iowa. No la resiste por más de cuatro meses y viaja a Caracas. Y luego a Roma. En 1969 publica, dedicada a su hijo Claudio, su tercera novela, con Sudamericana, con más variables en su escritura, siempre enmendándose a sí mismo y sin dejar la posibilidad de que esta novela sugiriera otra nueva: El amhor, los orsinis y la muerte (1969). De esta novela haría un guion cinematográfico que, luego de leerlo, Truffaut le diría: “Es un excelente guion para escribir una novela”. Julio Cortázar y Julio Ortega la elogiarían. Mientras tanto, en 1970 prepara una antología de Cesare Pavese para Monte Ávila de Venezuela. E instalado en Barcelona comienza a escribir su cuarta novela, Cómico de la lengua, para lo cual Seix Barral le dará todo el impulso necesario, así Sánchez maldiga a los escritores del Boom. La editorial de los “poetas” se la juega con los dos bandos. Cortázar libra su batalla de la liberación por la liberación. Antes había escrito: “A Sánchez no lo he visto nunca, a veces me escribe unas cartas entre sibilino y retobadas”.
Esa cuarta novela aparecerá en 1973, en Seix Barral, pero para ese momento ha comenzado la etapa crucial de Néstor Sánchez, quien pasará de autor de culto a escritor oculto.
Es el tiempo en que conoce a Gurdjieff y Carlos Castaneda y se apasiona por ellos. Viaja a París, donde trabaja con Gallimard como traductor. Sigue pensando en la muerte. ¿Cómo es que no nos damos cuenta de que todo conduce a la muerte? ¿Cómo podríamos prolongar la vida? Fueron catorce años de fuga. Al regresar diría que simplemente se trataba de “su enorme capacidad de generar conjeturas”. En su fuga, sin embargo, coordina talleres de creación literaria en Niza (Francia) y en Los Ángeles (EE. UU.), y mientras tanto aparece su cuarta novela, Cómico de la lengua, en España (Seix Barral, 1973) y traducida al francés (Gallimard, 1975).
Cuando vive en los Estados Unidos, bajo las orientaciones de su maestro Gurdjieff, Néstor Sánchez sale de onda. “Viví catorce años dedicado por entero a lo que creía una experiencia iniciática”, “Yo buscaba vivir más. Estaba convencido, en mi enfermedad, que se podía vivir 300 años”.
En 1986, su familia lo rescata de la calle, absolutamente deteriorado, irreconocible, vencido. El olvido ha caído sobre su cuerpo y sobre su nombre. Ocho años antes, en Buenos Aires, sus amigos se han reunido para rendirle, y le rinden, un sentido homenaje. Todos lo daban por muerto. Estaba muerto Néstor Sánchez, el anticanon, el antinovela, el poeta que escribía novelas sin temas, el poeta que había roto con las normas de la novela tradicional, el escritor poeta que no había podido inventar nada en Nosotros dos y en todas sus novelas porque sólo quería caer en el fondo de sí y de sus amigos, del ritmo del jazz y de la poesía.
Sánchez había sido en su juventud bailarín de tango en la compañía de su amigo de barrio Villa Pueyrredón, Juan Carlos Copes. Desde muy joven había hecho periodismo. Había leído poesía todos los días, más que prosa. Y en 1960 había tenido a su hijo Claudio para que lo protegiera del olvido (sin saberlo, por supuesto).
Los últimos años de Néstor Sánchez, después de 1986, fueron intensos, breves. Volvió a vivir de los talleres de creación literaria, pero decía que ya se le había acabado la vida que podía contar: “Me quedé sin épica”. Nunca había inventado nada en sus novelas, todo había sido la poética de su realidad. En 1988, la Editorial Sudamericana publicó su último libro de cuentos, La condición efímera, donde se destaca un cuento titulado Diario de Manhattan (“que escribiré en permanencia, por primera vez, con la mano izquierda”), lo ha dicho Federico Barea, un joven investigador literario, editor, que ha venido a Bogotá a mostrar en la Universidad Central el documental sobre la vida y obra de Néstor Sánchez, Se acabó la épica, de Matilde Michanie.
Néstor Sánchez murió en Pueyrredón el 15 de abril de 2003. La policía lo encontró dos días después.
Claudio Sánchez, su hijo, en la editorial La Comarca Libros, ha venido editando muchas páginas más, con sus monólogos, sus entrevistas, su didáctica, su fuego. Su amhor y sus orsinis y su evidencia de la condición efímera de nosotros dos, de nosotros todos.
* Escritor. Autor de once libros, desde Cinco cuentistas (1972) hasta El universo de la creación narrativa (2010). Maestro y creador del Taller de Escritores desde 1981, fundador y director de los programas de creación literaria de la Universidad Central.
Cuando a fines de 1964 Edgar Bayley, Francisco Madariaga y Enrique Molinafestejaron Nosotros dos, la novela de Néstor Sánchez reeditada en 2004 por editorial Alción, afirmaron que era "la mejor novela que se había escrito después de Arlt". Sudamericana, ante los elogios de Julio Cortázar, la publicaría en 1966 y la reeditaría en 1967. Ese año apareció Siberia Blues, que hoy reedita la editorial Paradiso para algarabía de los viejos lectores de Sánchez y de los muchos nuevos que despiertan ante la obra inquietante de este autor de la década del 60, que modificó la novela de su tiempo y recibió críticas elogiosas de Emir Rodríguez Monegal y fue destacado, bajo el signo de la renovación y la ruptura de las formas narrativas, por Ramón Xirau y Noé Jitrik. El reconocimiento de la obra de Sánchez continuará en 2007, cuando Paradiso reediteCómico de la lengua .
.
Néstor Sánchez (1935-2003) había nacido en Villa Pueyrredón, en la casa donde falleció un 15 de abril. Amante del tango y del jazz, bailarín de tango, gran lector de poesía, se reunía en El Moderno con Gianni Siccardi, José Peroni, Martín Micharvega, Roberto Brullón (que ilustró la tapa de Esperando a tu hijo , libro de 1963 del que renegó), conNoé Jitrik y Tununa Mercado, Vicky Rabín, su segunda mujer, Clide Eliche y los Cedrón. Por ahí andaba también Ruy Rodríguez con la revista Opium, en la que Sánchez colaboró. Las charlas tendían a la búsqueda de una salida al realismo crítico, hablaban dePavese, Montale, Vittorini, de Eco y Obra abierta, de los dadaístas, surrealistas y objetivistas franceses, de Faulkner, de los poetas argentinos Paco Urondo, Alejandra Pizarnik, Mario Trejo y Rodolfo Alonso, cuyos poemas se publicaban en la revistaPoesía de Buenos Aires junto a generosas traducciones de Rimbaud, Joyce, Michaux, Reverdy. Mientras tanto, Sánchez, al que la poesía "no se le daba", creaba la ´Novela poemática, que une la experiencia de vida y literatura a la poesía.
.
Sánchez, opuesto al realismo imperante y al boom latinoamericano, desacataba todo programa y asumía las libertades de la poesía moderna. Influido por la generación beat y por cierto surrealismo, con un narrador-cámara que mima la fotografía o las tomas del cine, se apartó, ya en Siberia Blues, de toda melancolía cortazariana.
.
Su fino oído musical convirtió en lenguaje los ritmos del tango y del jazz. El jazz se integra en su onda de improvisación con reiteraciones y variaciones de motivos en avance o retroceso en una escritura en marcha, fraseo que atrae por resonancias y da lugar a pliegues que descolocan tiempos y espacios con efectos de simultaneidad.
.
En Siberia Blues entra "en foco" la quinta de Saavedra en Villa Urquiza, la Siberia del título, donde se reunía la barra de Tomasol, grupo lumpen formado por Natalio Ventura, el flaco Colombres, el negro Cepeda, Remigio y otros pero sobre todo por un chico al que apodan el Obispo por "contemplativo" y "poco inclinado al trabajo", personaje clave en la novela. Otro chico, el que los mira jugar al fútbol tras el alambrado, narra las historias que le cuenta el Obispo, ya en la adolescencia y hasta sus 30 años, cuando el Obispo desaparece, tiempo que coincide con el apogeo del tango y su decadencia, entre los años 40 y 60. La modernización de la época peronista desalambra la Siberia para construir un parque y un museo, y la barra se destierra en el bar del Trece para dispersarse por las calles "con tumulto y luz", perderse en la urbe fabril, con sus lluvias de hollín y la masa de obreros con cierta fe en el "progreso". La trampa en los vueltos, el juego, el turf, el billar, la muerte del negro Cepeda, la mudanza del viejo Ventura en un carro tirado por la yegua blanca disuelven definitivamente al grupo. Esta novela de un Buenos Aires transpuesto a la letra con la energía vital de la escritura de Néstor Sánchez no transmite melancolía, sino la desdramatización sostenida en resonancias de tango y jazz. Lo que pretendía Sánchez del lector no era ninguna identificación sino adhesión por resonancias.
.
En la entrevista que en 1974 le hizo su traductor de Gallimard, Albert Bensoussan,Sánchez dijo, acerca de Siberia Blues, que prefería lo marginal, porque lo no marginal le parecía "de una pobreza sobrecogedora".
Sánchez se interesó por las filosofías orientales y desde 1968 viajó a Chile, Perú y Venezuela. Volvió a Buenos Aires y publicó El amhor, los Orsinis y la muerte (1969). En 1970, becado por la universidad, fue a Iowa, donde permaneció cuatro meses. Viajó luego a Roma, y de allí a Barcelona. Seix Barral reeditó sus dos primeras novelas y editó Cómico de la lengua (1973). Más tarde, en París, fue asesor de Gallimard, que reeditó Nosotros dos y Cómico.... Allí encontró un grupo importante de trabajo Gurdjieff, dedicado al conocimiento sagrado. Sucesos de vida y cierto temor a "la estafa biológica", como llamaba Sánchez a la brevedad de la vida, deterioraron su salud. Volvió a Estados Unidos, donde vivió en estado de pobreza hasta que su hijo Claudio lo ubicó, y regresó a la Argentina en 1986. En 1988 Sudamericana editó su último libro, La condición efímera, y él declaró que se le había acabado "su épica de vida".
Qué cosa es la canción y por qué el hombre en determinadas circunstancias abandona el habla y entona su voz en cercanía de la plegaria, la invocación o la empatía con algo que en el mundo parezca consonar con su propio ánimo está sin dudas más allá de las pretensiones de este escrito. Pero es difícil no rozar al menos la cuestión al intentar hablar de la escritura de Néstor Sánchez.-
En cualquier caso, se alude aquí con canto no sólo al acto de cantar sino también, y sobre todo, a una cierta disposición del espíritu.
Se dice aquí cantar en oposición a narrar, cuando la narración no es la actividad intransitiva y plena que postulaba Barthes sino el ejercicio de distracción del malestar de la conciencia que tanto abunda. Se dice aquí canto como podría decirse poesía.
Cantar como quien se enfrenta a la experiencia –siempre inédita– del mundo y no puede más que decirla con voz inaugural.
Como una actividad humana que nace de la necesidad de abolir por un momento la temporalidad convencional y, sobre todo, la exigencia de representar, de incurrir en la ficción, en la interpretación, en la psicología, en la causalidad, en la información.
Desde esta perspectiva, el canto no evoca intelectualmente el pasado sino que se abre a la posibilidad de su irrupción viva como algo arcaico en el presente. Y, cuando su objeto es el presente mismo, el canto no se limita a describirlo, mucho menos a interpretarlo, sino que tiende a ser una misma y sola cosa con ese gajo de actualidad siempre esquiva.
Así como la imposibilidad de lo sagrado –la muerte de los dioses señalada por Nietzsche– no implica la ausencia de su necesidad, la imposibilidad del canto originalmente orientado a religar la Tierra con un Cielo ahora despoblado no hace más que agregar otro motivo para que el canto continúe siendo, precisamente por su extrema dificultad, necesario. Pero el repliegue, cuando no la desaparición, del horizonte de lo sagrado ha colocado a esta forma del canto en el campo de lo profano. Y, desde allí, debe
decidir si acepta o no dejar de ser un eco de la industria del entretenimiento o un ejercicio tranquilizador de la cultura para interrogar esa zona inefable que, aunque ausente, sigue latiendo en el cuerpo y en la conciencia como se dice que ocurre con un miembro amputado.
No lo hace a menudo. Pero, en esa dirección, puede leerse la obra de Kafka o la de Beckett como el gesto inevitablemente asténico pero no por eso menos empecinado de quien orienta su canto hacia una trascendencia inaccesible. Las uvas están demasiado altas, pero en este caso la zorra renuncia a mentirse que están verdes y dice, con Kafka: “en el mundo hay mucha esperanza pero ninguna para nosotros”. Las uvas son inalcanzables, sí, pero eso no deroga su deseo de llegar a ellas, y por eso la zorra también dice, con Beckett: “no puedo seguir; seguiré”.
El canto, en nuestra enflaquecida contemporaneidad, es esa voz infrecuente que se dedica a lo imposible reconociéndolo en su imposibilidad. O, dicho de otro modo, retirados los dioses y desacreditados los grandes relatos de la filosofía, la historia y la sociología, hay una modulación de la voz que, de tanto en tanto y a pesar de todo, se empeña en ser justamente eso: una voz y no un aparato discursivo; una voz articulada con el vacío de sentido, con la falta de trascendencia y la aparente disolución del devenir histórico, interrogando precisamente el sentido, la dimensión de lo sagrado y la condición histórica del hombre. Pero no para caer en una religiosidad improvisada ni en busca de un dogma proselitista sino porque, ajena tanto a la coartada del cinismo como a la pretensión de ser edificante, la escritura que se busca en el grano de una voz propia se aferra a su propia singularidad. Se
encarna, para decirlo de algún modo, en la exploración de lo ausente. Y en su propia condición menesterosa encuentra su fuerza y su necesidad. No se hace retórica ni se estetiza: es lo que es, y avanza sabiendo que no puede. Renuncia a la tranquilidad de las explicaciones y se interna en lo desconocido, de sí y del mundo.
Si en el improbable origen de la humanidad el canto pudo haber sido la celebración de la consonancia con el presente continuo de la perfección edénica, hoy, después de la Caída y de las sucesivas recaídas en las pesadillas de la historia, el canto –o los jirones que la voz alcanza a rescatar de él– es la decisión de escapar de la falacia de un presente construido sobre las infinitas variantes de la información, un presente donde la aparente disponibilidad de todas las posibilidades de la experiencia no es otra cosa que su negación.
Si el de la edad de oro puede imaginarse como un presente de plenitud, el nuestro está hecho del ruido continuo que intenta llenar el desasosiego del vacío, de la frustración, de la miseria generalizada.
Y en medio de ese ruido, algunos, pocos, cantan.
Pero que la necesidad del canto no sólo subsista a su casi imposibilidad sino que incluso ésta la exacerbe no significa que se pueda cantar haciendo caso omiso de la dificultad.
Schoenberg y los compositores de la escuela de Viena lo entendieron cuando concibieron lo que se conoce como sprechgesang, esa forma a medio camino entre el canto y el habla que hoy puede escucharse como el correlato sonoro de una modernidad que se encaminaba al horror de la Gran Guerra, de la cual, como señala Walter Benjamin en su célebre ensayo sobre Leskov, los hombres volverían mudos. Lo entendieron también Apollinaire y Jarry y los surrealistas de la primera hora cuando intentaron salir de la trampa de las significaciones preestablecidas y se dedicaron a buscar fraseos personales, ajenos al bien decir y la lógica al uso, prófugos de la cárcel de la fábula, creadores de objetos improductivos, inconsumibles. Los ejemplos, aunque no son excesivamente abundantes, podrían continuar. Pero con estos basta.
Esta forma derrengada del canto es la consecuencia de un encuentro –fugaz, por intolerable– con una forma de la verdad. Más bien la voluntad, infrecuente, de reactualizar ese encuentro a través de la voz. Y es precisamente esa verdad oscura (no la de la plenitud sino la de la sustracción y el extrañamiento) la que tanteó con admirable y solitaria honestidad, en sus años de escritura, Néstor Sánchez.
Sánchez comprendió –del modo físico, definitivo, en que se comprende realmente algo– que la escritura podía ser algo más que una explicación o un entretenimiento, y que para escapar de esas dos alternativas había que poner en suspenso las intenciones, desoír la música de la literatura y encontrar, como dice Hugo Savino en su artículo para esta revista, no los hechos sino el ritmo de los hechos.
En ese estar al acecho de una pulsación íntima, Sánchez se encontró con el tango y con el jazz, no casualmente los dos sonidos originales producidos por el siglo veinte, cuya intensidad ha sido capaz de sobrevivir a la industria discográfica y a los memorialistas.
Si es posible imaginar una reflexión sobre el tango que vaya más allá de la historia de la música popular y de la sociología, ésta aún no ha tenido lugar. Es indudable que, al igual que el jazz, es el producto de una gran ciudad capaz de inducir en sus márgenes una voz que la cante y que le cante.
El tango es, en cierta medida, la reinvención de ese espacio –Buenos Aires– por medio de sucesivas unidades de tiempo que juegan, como toda canción, a anular la linealidad temporal.
Como hijo del burdel y habitante de la noche –entendiendo estas expresiones más allá de la sociología y más acá de una metafórica barata–, el tango es sobre todo un hecho lumpen, ajeno al mundo del trabajo y del lucro.
Es primero la risa disfónica de las orillas, y también su danza ambigua y gambeteadora, a ras del piso: el ademán esencial de un cuerpo que, como el mono muerto del comienzo de Zama, de Antonio Di Benedetto, se bambolea en el río “como yéndose y no”. Y luego, cuando se hace finalmente canción en el sentido más estricto, incorpora un épica que está hecha menos de historia que de un conjunto de mitos, constituyéndose en una suerte de fundación mitológica a cargo de las fuerzas excluidas de la producción.
En ese sentido, y bandoneón mediante –llegado hasta su orilla nada menos que desde las iglesias protestantes alemanas–, el tango es sobre todo la expresión de un dolor que está siempre por fuera de su anécdota. Carece de importancia, desde el punto de vista de su naturaleza específica, establecer las causas de su inconmensurable capacidad condensadora de ese dolor –extrañamiento, percepción de la presencia de una ausencia, desengaño. Lo relevante, en este caso, es que el tango se hizo una voz con todos los matices para cantar la violencia de estar vivo, en el marco de la violencia, muchas veces soterrada, del proyecto liberal en la Argentina.
En su nocturnidad, en el reverso de las buenas costumbres (“la lucha aciaga, mezquina, pobrísima, irritante por el sustento y el confort, la patrona y los pibes, el coito obrero y el jonca luminoso”, dice Sánchez en sus fragmentos autobiográficos), el tango es la nota que disuena, atenta a la miseria arltiana
de la cotidianidad y, mucho más, aunque no siempre lo declame, al escándalo de la brevedad de la vida, a la imposibilidad de la experiencia verdadera.
Pero, por otro lado, el tango está más allá de toda ética (no es música de protesta) y de cualquier idea de progreso (no es un himno proletario ni una celebración cívica). Y no porque se lo proponga sino porque es consustancial a su modo de ser canción: condensación de un instante en el que puede tener lugar el reconocimiento de una peripecia, la evocación de un pasado o la descripción de un presente, éstos son apenas sus prolegómenos porque la verdad del tango estriba en un modo de decir siempre –en su estribillo– “ahora” (que estoy frente a ti) u “hoy” (vas a entrar en mi pasado), y desde ese presente despliega muy económicamente no tanto argumentos o relatos como el efecto que en ese instante fugaz pero decisivo tienen esas reflexiones o esas historias.
El tango, entonces, no es, desde este punto de vista, el cumplimiento de un desarrollo progresivo (¿alguna canción lo es?): por más que conste siempre de dos partes, se justifica por ese instante –el estribillo que se repite– que, aunque sea la suma de varios momentos más breves, parece realizarse como un único acontecimiento capaz de disolver la tiranía de lo sucesivo. Es claro que esta condición es
común a casi toda canción y, al mismo tiempo, lo emparenta con la poesía, con la que comparte la búsqueda de un absoluto, el afán por fundirse en uno con su objeto.
El ideal del tango, como el de toda canción y el de toda música, es la inmovilidad y el silencio: su movimiento, incluso en el baile, apunta a la circularidad, a la anulación de lo lineal (“como yéndose y no”); su elocución está siempre cargada de una necesidad de vaciarse: se canta para dejar de cantar.
El tango no avanza porque no importan tanto en él la información o la narración como la actualización de una experiencia. La voz de Raúl Berón, con su célebre desinterés por hacer comprensible el “contenido” de las letras, es el mejor ejemplo de cómo el tango, en tanto canción, puede cumplirse plenamente haciendo caso omiso de la anécdota: no se canta una historia ni se embellece unos versos, se busca el ritmo de una revelación que, como tal, está más allá de la fábula. Por eso, la información que suele dar el tango tiende a la tautología (la amé porque la quise, la extraño porque ya no está, etcétera), porque lo que persigue es imponer de una vez, con todo su oscuro resplandor y su intensa realidad, esa
experiencia. Y callar.
Néstor Sánchez no asimiló estas cosas en la Academia Argentina del Tango: él mismo fue parte de la realidad que, de algún modo, las indujo. Su biografía, la materia excluyente de su escritura, está hecha de barrio casi suburbano y progresivas incursiones en el centro porteño, e incluye el baile, el juego, la noche, el café, el billar, la amistad masculina, el proxenetismo, una marginalidad de a ratos delictiva.
Pero esos materiales, reconocibles sobre todo en sus dos primeros libros, no ingresan de modo costumbrista y casi carecen de progresión narrativa (sobre todo en Siberia blues).
Son coordenadas existenciales, por así decirlo, puntos de anclaje en el fluir de una vida.
Por eso no importa tanto quiénes y por qué mataron a Santana en el sur, por ejemplo, sino el efecto que este hecho tiene en el protagonista. Lo que va de Nosotros dos a Siberia blues puede leerse como el despliegue de un único gran tango, en el cual Nosotros dos expondría los temas (primera y segunda partes) y Siberia blues concentraría aún más los momentos más reveladores de esa experiencia (el estribillo).
Desde luego, esta es una reducción enorme que quizá pueda salvarse pensando uno y otro libro como un conjunto de tangos que se suceden en un orden aparentemente arbitrario para alumbrar, en su totalidad, una sola experiencia. La abolición de un orden lineal y el rechazo de los elementos centrales de la narrativa tradicional (argumento, descripciones, diálogos) contribuyen de modo admirable a que, en la lectura, esa experiencia sea recibida de una sola vez o, si se quiere a que cada momento de uno y otro libro sea un fragmento de experiencia capturada pero que ésta sólo termine de hacerse presente en nosotros al final de la lectura.
La búsqueda, deliberada en Sánchez, de una escritura que tuviera la condensación y el peso de la poesía se articula inevitablemente en ese modo singular de la canción que es el tango no sólo porque Sánchez perteneció a su mundo sino también, y sobre todo, porque la eficacia y la sabiduría del tango fue especialmente adecuada para frasear la experiencia de Sánchez.
Como en el tango (y pienso ahora en la música, en el canto y en el baile), en la escritura de Sánchez se vocaliza una realidad porque lo que se busca es decirla con el cuerpo, poniendo en evidencia la fragilidad y la singularidad que éste siempre supone. El cuerpo, expuesto al dolor, al miedo, a la ignorancia, al flujo incesante del deseo, suele poner en marcha recursos de supervivencia, modos de la distracción (explicaciones, fábulas, contratos). Pero hay un momento en que todo eso sucumbre. Y entonces, el cuerpo alza la voz y canta, levanta un pie y baila. Se hace presente.
Desde luego, sobre todo en Siberia blues desde su mismo título, la otra gran música del siglo veinte está presente para articular la voz en la escritura. Esto no supone una contradicción (pienso en Dizzy Gillespie haciendo “Vida mía” con la orquesta de Osvaldo Fresedo) porque, en la economía del libro, ambas músicas se complementan, nunca se funden. El tango estaría confiriéndole a la escritura su posibilidad de cantar. El jazz, ese progresivo abandono de los “temas” para entregarse a la disponibilidad más desamparada y expuesta de la experiencia, como señala con lucidez el propio Sánchez en su artículo “El lenguaje jazzístico” incluido en el libro Ojo de rapiña.
De algún modo, la obra de Néstor Sánchez, cantor, compositor y bailarín de su propio desarraigo que es también el nuestro, parece desplegarse como la historia del tango mismo: una prehistoria anterior a la era del canto (Escuchando a tu hijo, relato en Solos de remington), una plenitud orquestal, troileana, constituida por Nosotros dos y Siberia blues, un traspasar el género, de un modo si se quiere piazzolleano, en El cómico de la lengua y El amhor, los orsinis y la muerte y un cono de silencio del que saldría por última vez para dar cuenta de su Condición efímera (pienso en el Rufino de la última época, cantando “Ninguna”: “el eco del eco de su voz”).
Sánchez es un género en sí mismo. No en el sentido en que el género es una condensación de convenciones y límites, la cristalización de un conjunto de procedimientos que garantizarían una cierta eficacia sino, por el contrario, el desplegar de una búsqueda radical y solitaria, su consumación y su progresiva disolución.
Sánchez, el cómico de la lengua, una suerte de Rufino exasperando las posibilidades de decir o, mejor dicho, mostrando a través de su canto la descarnada dificultad de decir y, al mismo tiempo, la inocultable necesidad de intentar hacerlo.
Fue un escritor obsesivo y un lector incansable. Fue también, durante 15 años de su vida, un vagabundo. Huyó de su Buenos Aires natal cuando ya era una figura aclamada por la crítica y respetada por grandes escritores como Cortázar. Traducido en Europa, cosechó cierto éxito a través de párrafos soltados con rabia y de una falta de trama en sus libros confusa y magnética. «No hay que escribir nada que pueda contarse por teléfono», afirmaba. Néstor Sánchez fue un escritor al margen. Nunca trabajó como periodista, ni hizo publicidad, ni se presentó a certámenes literarios. Su condición de rebelde le dio ciertos aires de Kerouac, pero sin el glamour americano. Fue allí, en una playa de Los Ángeles en la que dormía, donde su hijo le rescató para devolverle a casa. Volvió con un conjunto de cuentos y prometió no escribir nunca más. No lo hizo. Desde entonces, (sobre)vivió al borde de un precipicio que marcó toda su vida.
Con sus dos primeras novelas, ‘Nosotros dos’ y ‘Siberia Blues’, se gana el apodo de escritor vanguardista de la época. Se presenta con una escritura libre, fuera de cualquier concepto, de cualquier corriente. Cientos de páginas llenas de música y de imágenes. Retazos de la miseria más cruel de Buenos Aires.
Gracias a estos dos grandes éxitos, Sánchez empieza a construir una carrera en ascenso, en paralelo al gran boom latinoamericano. En ese ascenso, viaja a Perú y se apunta a la Escuela del Cuarto Camino de George Gurdjieff, un nombre que marcó su forma de vivir. Este místico ruso del siglo XIX que propugnaba la desautomatización y la ruptura de los hábitos como forma de recordarse a sí mismo, obsesionó al escritor casi hasta la locura. Tanto que adoptó ciertos métodos, que se basaban, entre otras cosas, en escribir y hacer todos los gestos cotidianos con la mano izquierda, o caminar durante horas con una piedra en un zapato, para sentir la iluminación del dolor.
En su cabeza, la literatura empieza a mezclarse con la metafísica y como resultado publica ‘El amhor, los orsinis y la muerte’, una mezcla de relatos al parecer inconexos en los que Sánchez busca «retomar una literatura subterránea, innombrable».
Llega 1970 y Sánchez emprende un viaje a Europa. Primero cae en Barcelona, donde apadrinado por Carmen Balcells, publica en Seix Barral sus tres obras y firma un contrato para la escribir la cuarta, ‘Cómico de la lengua’. Después viaja a París, ciudad en la que en 1975 comienza una caída que sería la tónica de su vida. En ese año muere su pequeña hija, de pocos meses de edad. Angustiado y depresivo, Sánchez empieza a tener alucinaciones auditivas que le ordenan caminar durante varios días, perdiendo ropa y puntos de referencia.
Separado de su pareja y peleado de todos sus amigos, el escritor se aleja de la literatura y viaja hasta Los Ángeles y Nueva York. Aún obsesionado por las palabras de Gurdjieff, Sánchez camina y camina convertido en otro vagabundo más de la gran ciudad.
(Este texto sobre el narrador argentino Néstor Sánchez lo escribí para el diario El Espectador y apareció publicado el día 13 de agosto de 2017).
Aunque se convirtió en un autor de culto y su destino ha sido el de permanecer oculto (al contrario de muchos autores de culto), Néstor Sánchez no ha dejado de ser una referencia polémica en las letras del mundo. Lo fue en la década del 60 del siglo pasado, cuando publicó sus primeros libros. Sin embargo, las nuevas generaciones -del 80 para acá- no saben nada de él. Entre nosotros, los estudiantes de creación literaria y los escritores jóvenes no lo tienen en sus listas. Incluso, muchos argentinos lo ignoran. Federico Andahazi me dijo alguna vez que Néstor Sánchez era mexicano.
Cuando publicó Nosotros dos y Siberia blues, en 1966 y 1967, sus primeras novelas, con el entusiasmo de la Editorial Sudamericana de Buenos Aires (el mismo año de Cien años de soledad), se prendieron las alarmas rojas. Sánchez apenas llegaba a los 30 y ya sus artículos críticos aparecían en revistas y periódicos nacionales (Primera Plana, Artiempo, Confirmado). Pronto se iría contra el naciente “boom” de la narrativa latinoamericana. En 1963, había publicado el libro de cuentos, del que renegó, Escuchando a tu hijo. Y luego con cada nuevo libro suyo –en vida, no fueron muchos-, cambiaría la orientación de su escritura e iría buscando nuevas rutas para su lenguaje literario. La anti-novela y las expresiones que rompieran con todos los cánones de la historia de la literatura, se convertirían en sus mejores banderas. Rehusó, desde el comienzo, la golosina del mercado del libro: sentía aversión por la literatura “dedicada al buen negocio de la facilidad y los lugares comunes” y no quiso adherir al “compromiso” intelectual alegado por las ideologías que llegaban de Francia. Anduvo en contra vía y se animaba con las lecturas de la beat generation, de sus compañeros de Opium y Sunda, y de los que leía y traducía: Céline, Klossowski, Claude Simon, Pavese, Michaux, Caillois, Enrique Molina, Madariaga, etc. Antes de ser publicado en francés por Gallimard y reeditado por Seix Barral en España, Julio Cortázar salió en su defensa: “No soy crítico ni ensayista ni pienso defender a Sánchez que ya es grandecito y sale solo de noche”, “Sánchez es un novelista muy criticado y muy combatido por el carácter experimental, muy audaz, de su obra”, “Néstor Sánchez tiene una imaginación muy extraña y trabaja con base en síntesis fulgurantes”, “Es un hombre que rechaza los moldes ordinarios de la literatura”, que “está lleno de belleza porque va en contra de todos los lugares comunes”.
Luego de sus dos primeras novelas, en 1968, Néstor Sánchez comenzó su misterioso periplo por el mundo. Se inicia como traductor del francés e italiano. Le otorgan la que será una de las becas más famosos entre los escritores latinoamericanos: la “International Writing Program”, de la Universidad de Iowa. No la resiste por más de cuatro meses y viaja a Caracas. Y luego a Roma. En 1969, publica, dedicada a su hijo Claudio, su tercera novela, con Sudamericana, con más variables en su escritura, siempre enmendándose así mismo y sin dejar la posibilidad de que esta novela sugiriera otra nueva: El amhor, los orsinis y la muerte (1969). De esta novela haría un guión cinematográfico que luego de leerlo Truffaut, le diría: “Es un excelente guión para escribir una novela”. Julio Cortázar y Julio Ortega la elogiarían. Mientras tanto, en 1970, prepara una antología de Cesare Pavese para Monte Ávila de Venezuela. E instalado en Barcelona comienza a escribir su cuarta novela, Cómico de la lengua, para lo cual Seix Barral le dará todo el impulso necesario, así Sánchez maldiga a los escritores del “boom”. La editorial de los “poetas” se la juega con los dos bandos. Cortázar libra su batalla de la liberación por la liberación. Antes, Cortázar había escrito: “A Sánchez no lo he visto nunca, a veces me escribe unas cartas entre sibilino y retobadas”.
Esa cuarta novela aparecerá en 1973, en Seix Barral, pero para ese momento ha comenzado la etapa crucial de Néstor Sánchez, quien pasará de autor de culto a escritor oculto.
Es el tiempo en que conoce a Gurdjieff y Carlos Castaneda y se apasiona por ellos. Viaja a París donde trabaja con Gallimard como traductor. Sigue pensando en la muerte. ¿Cómo es que no nos damos cuenta de que todo conduce a la muerte? ¿Cómo podríamos prolongar la vida? Fueron catorce años de fuga. Al regresar diría que simplemente se trataba de “su enorme capacidad de generar conjeturas”. En su fuga, sin embargo, coordina talleres de creación literaria en Niza (Francia) y en Los Ángeles (USA), y mientras tanto aparece su cuarta novela,Cómico de la lengua, en España (Seix Barral, 1973) y traducida al francés (Gallimard, 1975).
Cuando vive en los Estados Unidos, bajo las orientaciones de su maestro Gurdjieff, Néstor Sánchez sale de onda. “Viví catorce años dedicado por entero a lo que creía una experiencia iniciática”, “Yo buscaba vivir más. Estaba convencido, en mi enfermedad, que se podía vivir 300 años”.
En 1986, su familia lo rescata de la calle, absolutamente, deteriorado, irreconocible, vencido. El olvido ha caído sobre su cuerpo, y sobre su nombre. Ocho años antes, en Buenos Aires, sus amigos se han reunido para rendirle y le rinden un sentido homenaje. Todos lo daban por muerto. Estaba muerto Néstor Sánchez, el anti-canon, el anti-novela, el poeta que escribía novelas sin temas, el poeta que había roto con las normas de la novela tradicional, el escritor poeta que no había podido inventar nada en Nosotros dos y en todas sus novelas porque sólo quería caer en el fondo de sí y de sus amigos, del ritmo del jazz y de la poesía.
Sánchez había sido en su juventud bailarín de tango en la compañía de su amigo de barrio Villa Pueyrredón, Juan Carlos Copes. Desde muy joven había hecho periodismo. Había leído poesía todos los días, más que prosa. Y en 1960 había tenido a su hijo Claudio para que lo protegiera del olvido (sin saberlo, por supuesto).
Los últimos años de Néstor Sánchez, después de 1986, fueron intensos, breves. Volvió a vivir de los talleres de creación literaria, pero decía que ya se le había acabado la vida que podía contar. “Me quedé sin épica”. Nunca había inventado nada en sus novelas, todo había sido la poética de su realidad. En 1988, la Editorial Sudamericana publicó su último libro de cuentos, La condición efímera, donde se destaca un cuento titulado “Diario de Manhattan” (“que escribiré en permanencia, por primera vez, con la mano izquierda”), lo ha dicho Federico Barea, un joven investigador literario, editor, que ha venido a Bogotá a mostrar en la Universidad Central el documental sobre la vida y obra de Néstor Sánchez, Se acabó la épica, de Matilde Michanie.
Néstor Sánchez murió en Pueyrredón el 15 de abril de 2003. La policía lo encontró dos días después.
Claudio Sánchez, su hijo, en la editorial La Comarca Libros, ha venido editando muchas páginas más, con sus monólogos, sus entrevistas, su didáctica, su fuego. Su amhor y sus orsinis y su evidencia de la condición efímera de nosotros dos, de nosotros todos.
1. La desaparición. “¿Alguien sabe dónde está mi padre?”, preguntaba en 1982 Claudio, hijo de Néstor Sánchez, un escritor de culto que en ese momento ya había publicado buena parte de su obra: Nosotros dos (1966), Siberia Blues (1967), El amhor, los orsinis y la muerte (1969) y Cómico de la lengua (1973). Claudio, quien no tenía noticias de su padre desde finales de 1972, había iniciado la búsqueda de su padre en 1978. La hipótesis de que había sido capturado y desaparecido por la dictadura rondaba su mente. La agente literaria Carmen Balcells entonces respondió a la inquietud de Claudio: “Tu papá desapareció completamente de mi órbita”. En junio de 1982 por fin tuvo noticias de él y, pese a que en 1986 regresó a Buenos Aires y dos años más tarde publicó su primer libro de relatos (La condición efímera), lo cierto es que para la gran masa de lectores es un escritor que desapareció hasta su muerte, en 2003, o si es preciso rectificar, hasta este año, en el que una editorial española reeditó sus dos primeras novelas y hasta la reciente publicación de El drama sin atenuantes: conversaciones de Néstor Sánchez y Carlos Riccardo (Letranómada); además, dentro de unos meses Editorial Mansalva reeditará Nosotros dos y una aproximación a su vida y obra escrita por Osvaldo Baigorria, y no sólo eso, porque para el próximo año su hijo prepara la edición de un libro de cartas.
2. La importancia. A esta altura, con tanta avalancha de publicaciones, se hace necesario consignar la importancia de la obra de Néstor Sánchez, porque para algunos no es más que uno de los tantos epígonos de Julio Cortázar y para otros, como Damián Tabarovsky en Literatura de izquierda, es parte de un contracanon que surgió en los ochenta y que incluye a Héctor Libertella, Fogwill, César Aira, Osvaldo Lamborghini, Manuel Puig, Copi, Néstor Perlongher, Héctor Viel Temperley, Alejandra Pizarnik y Ricardo Zelarayán. Este nuevo canon, según Tabarovsky, “implicó un antes y un después, un corte epistemológico que incluso sirvió para erosionar (ya que es imposible derrocar) al Gran Canon Nacional. Puig sirvió para
cargar contra Borges, Lamborghini contra la derecha literaria y Néstor Sánchez para crear una nueva tradición urbana post-arltiana”.
3. Influencias. Basados en el epígrafe de su primera novela y en los comentarios elogiosos del mismo Cortázar en La vuelta al día en ochenta mundos (“Sánchez tiene un sentimiento musical y poético de la lengua”), se siguió insistiendo en lo de epígono. Sin embargo, la influencia de Roberto Arlt es evidente, sobre todo en su primera novela donde aparece nombrado dos veces. Enrique Vila-Matas –quien hace un año escribió que la lectura de Nosotros dos fue decisiva para escribir su primer relato– tiene un miniensayo en donde explica el modo para detectar la estética arltiana en uno de sus aspectos: “Roberto Arlt, al escribir sobre ventanas iluminadas en la alta madrugada, decía: ‘¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si, en ese momento en que la ventana se ilumina, un hombre hubiera estado ahí espiando?’. Esto lo escribió mucho antes de que tuviéramos noticia de cierta ventana indiscreta…”. Para comprobar la influencia de Arlt en Sánchez sólo basta leer el primer párrafo de Nosotros dos: “La tarde en que me asomé definitivamente a esta ventana una mujer sola con una malla roja tomaba sol entre las sábanas recién tendidas”. Pero Sánchez es más que Arlt o Cortázar. Como escribe Mariano Fiszman en el prólogo del libro de conversaciones, él era un escritor “muy literario (citas, referencias, máxima atención al lenguaje, escritura poemática), y cuyos libros son una buena muestra de la cultura del momento en que se escribieron”. En su obra ocurre el vagabundeo –en Nosotros dos, por ejemplo, el protagonista recorre desde Villa Urquiza hasta Banfield, pasando por Olavarría, Congreso, Colegiales, Constitución, Caballito; en Cómico de la lengua la acción se traslada a un Estados Unidos irreal –tal como ocurrió con su vida personal–. Los beatniks, los surrealistas franceses, el jazz, el tango, la poesía son sus otras influencias. Quizá de ellos llegó a la conclusión de que, como dice Osvaldo Baigorria, no hay que ficcionalizar, sino más bien “captar el ritmo de lo que sucede”. En palabras de Sánchez: “hay una escritura ficcionalizadora, digámoslo así, que propugna la acumulación de acontecimientos, de pautas, mientras que la verdadera escritura, la mejor orientada, significa un período de pérdida”.
4. Conversaciones (primera parte). Osvaldo Baigorria lleva más de veinte años interesado en la figura y en la obra de Sánchez. A finales de los ochenta una entrevista a él en la revista Cerdos & Peces le llamó la atención al hablar de la conducta del lumpen: “Antes, los que seguían el camino del lumpen tenían las cosas muy claras. El código del escritor lumpen, del poeta, era sencillo: 1) No hacer la carrera literaria, 2) No ganar ningún premio nacional, 3) No hacer periodismo y 4) No hacer publicidad”. En esa misma entrevista contaba cómo había subsistido en Estados Unidos con dos dólares por día. Al igual que Sánchez, Baigorria ha tenido una vida relativamente nómade. Por eso, entre tantas cosas, “mi manera de investigar no tiene que ver con situarme fuera del objeto, porque eso hubiera sido una impostura”. Este autor conocido por el libro de cartas de Néstor Perlongher, Un barroco de trinchera, aclara que lo que está terminando no es una biografía: “Para mí el gran enigma a descifrar de la vida de Néstor Sánchez es cuando renuncia a la escritura. Pero en ese enigma sólo puedo aproximarme, porque él abandona la escritura para dedicarse a una disciplina corpo-espiritual que lindaba con la locura”. El libro de Baigorria es un híbrido: tiene partes de ensayo, de diario de vida, de memorias y de narración. “Si tuviera que llamar esto de alguna manera lo haría como postransbiografía: escribir con Sánchez en vez de escribir sobre Sánchez”.
5. Su misticismo. Néstor Sánchez no fue el primero ni el último escritor o artista seducido por las enseñanzas del ruso Georgi Gurdjieff. Cayeron bajo su seducción escritores como Katherine Mansfield y Rene Daumal, pero también el director de teatro y cine Peter Brook. La principal difusora de las enseñanzas de este “cristiano esotérico” fue Madame de Salzmann, que había conocido a Gurdjieff en el Cáucaso durante la Primera Guerra Mundial. Gurdjieff murió en 1949, por lo que Sánchez no lo conoció directamente; gracias al libro de memorias de Peter Brook, Hilos de tiempo, podemos tener una idea de sus enseñanzas: “En un estado más burdo, todos los argumentos son válidos porque todas las elecciones son la misma. El enigma es cómo descubrir qué puede conducirnos a otro estado, más hondo, más auténtico... El esfuerzo sólo tiene cabida si conduce a un misterio llamado ausencia de esfuerzo…”. El contacto con estas enseñanzas hizo viajar a Brook por Afganistán y Cuba, e influyó en su obra, renovando el teatro de su época con montajes como Mahabharata y Marat Sade. Pero también en el cine se notó esta influencia: el guión de su película Encuentro con hombres notables (1979) lo escribió junto a Madame de Salzmann, y está basado en el libro homónimo de Gurdjieff. Al comienzo de la película hay una secuencia reveladora: un grupo de músicos a los pies de una montaña participa de una especie de competencia, hay personas observando el desempeño de los músicos por toda la montaña, pero la decisión final no la toma ni la gente ni un jurado, sino la naturaleza, o la extensión del eco en la montaña. A diferencia de Brook, Sánchez mantuvo contacto con el hijo de Madame de Salzmann, Michel, quien había creado la Fundación Gurdjieff de Caracas. ¿Pero cómo este escritor se hace seguidor de Gurdjieff? En 1967 Sánchez llega a Lima y acude a uno de los encuentros que lo iniciarían en el aprendizaje de este cristiano esotérico. “Las cosas escuchadas y lo poco leído me dieron una impresión muy grande”, cuenta Sánchez en el libro de Carlos Riccardo. Cuando regresa a Buenos Aires le informan que hay un instructor y la influencia personal de este misticismo pasa a su narrativa, especialmente en El amhor, los orsinis y la muerte (ver recuadro). “Después quemo las naves”, prosigue, “y me voy a Iowa con una beca, que no soportaré. Recalo en Nueva York. Conozco a Nathalie, que es la hermana de Michel”.
6. Conversaciones (segunda parte). Carlos Riccardo es escritor, traductor y fue coeditor de la revista tsé-tsé. Cuando tenía una librería, después de una estadía en México, se encontró entre los anaqueles con Siberia blues. Riccardo recuerda que cuando leyó el epígrafe de Charlie Parker y luego el primer párrafo, no pudo parar. Hoy el libro de conversaciones entre él y Sánchez es una realidad y considera que con él ya pagó una deuda, ya que no quería que apareciera con Néstor vivo; luego, distintas circunstancias volvieron a postergar su aparición. Hoy ya está en librerías y “más que un libro de entrevistas o de diálogos, éstas son parte de las conversaciones que sosteníamos en diversos bares; son, por decirlo así, improvisaciones, en las que tomábamos cerveza, comíamos, hablábamos de literatura, o bueno, yo trataba de hablar de literatura, porque él quería saber qué le había pasado”. Riccardo cuenta que Sánchez sufría mucho con lo que él llamaba “toques”, que era cuando le daba por caminar y caminar sin destino por Buenos Aires. La mayoría de las veces terminaba internado en el Borda. Discrepa con la creencia de que Sánchez no hubiera querido hacer carrera literaria, sí quiso hacerla, “pero se le metió Gurdjieff en el camino, y eso lo jodió. Hubo cosas en las que él creyó, como en este misticismo o en vivir mil años, estoy dando un ejemplo burdo porque nunca me interesó adentrarme en Gurdjieff”. Carlos Riccardo empezó a frecuentar a Néstor Sánchez cuando estaba corrigiendo La condición efímera; por esos años Sánchez quería crear el Grupo de los Diez con una intención que excedía lo literario. Dentro de los aspectos biográficos, le duele que este autor haya tenido que vivir en la calle en París, y concuerda con que era un escritor lumpen: “Es uno de los temas en la vida y en la obra de Néstor y hay por cierto varios elementos que giran alrededor: la presencia del jazz y del tango en su obra y su escritura improvisada o poemática”. La literatura que le gustaba a Sánchez era aquella que no se podía resumir por teléfono, “por eso los libros de Néstor no se pueden contar o resumir, ¡hay que leerlos!”. Según Riccardo, tarde o temprano este libro hubiera salido a la luz porque “Néstor es un escritor de culto que siempre va a encontrar gente que mueva su obra, porque está viva”.
7. El hijo. En 1982, cuando Claudio Sánchez recibe noticias del paradero de su padre comienza a recibir correspondencia de él. Curiosamente las cartas eran instructivas, en cambio las dirigidas a su madre eran explicativas. Pese a retomar el contacto, Néstor Sánchez siempre estuvo convencido de que así como no podía dedicarse a los negocios tampoco podía “formar una familia”, cuestión en la que su hijo ahora concuerda. Quizá la temprana muerte del abuelo de Claudio a los dieciocho años hizo que su padre estuviera en contacto, anticipadamente, con ese hecho inevitable, que él consideraba “antiético”. La imposibilidad de formar una familia, pese a tenerla, y la inminencia de la muerte, y combatirla, son algunas de las paradojas de su vida. Claudio Sánchez piensa que la muerte de su abuelo liberó a su padre en algún punto: “Es muy difícil que un porteño considere que tiene que irse para siempre de Buenos Aires, tienen que darse coordenadas muy fuertes para que eso suceda”. El verbo ir o irse está conjugado en la obra de Sánchez de distintas formas: siempre hay un personaje en un andén, que ya se fue, que está a punto de irse o que sencillamente desapareció. “Sé que en un momento sintió que debía salir al mundo”, dice Claudio, pero además su padre rompió con el barrio: “¿Sabés lo que es para un porteño romper con su barrio?”.
Pese a lo que se cree, Néstor Sánchez no era de Villa Urquiza, sino de Villa Pueyrredón. Más allá del barrio, la voz de Sánchez es tan singular, que para su hijo llegó a ser algo tangible, ya que él digitalizó en CDs los casetes de las conversaciones entre su padre y Carlos Riccardo, y por mucho tiempo “consumió su voz”. Quizá por eso quiere que se conozca la obra de su padre, porque, tal como adelanta, hay más: nada menos que un libro con unos inéditos en preparación. Concluir que hay Sánchez para rato no sería novedad; decir que siempre estuvo tampoco; porque eso es precisamente lo que hace un escritor sin atenuantes: perdurar más allá de la muerte.
Domingo, 27 de enero de 2013
Del escritor de éxito señalado por Cortázar al escritor secreto perdido por el mundo como un vagabundo de Kerouac, Néstor Sánchez es uno de los secretos más extremos de la literatura argentina. Si bien libros como Siberia Blues, Nosotros dos o La condición efímera han sufrido olvidos y rescates, es sobre todo su figura y un muy personal derrotero lo que últimamente convocó las aproximaciones entre la biografía y la autoficción de Sobre Sánchez, de Osvaldo Baigorria, y El drama sin atenuantes (Conversaciones de Néstor Sánchez y Carlos Riccardo). A partir de estas obras y de la errante figura de Sánchez, pueden trazarse los linajes plebeyos y nómadas de lúmpenes, hippies, beatniks y crotos que se abrieron paso desde la contracultura de fines de los años ’50 hasta los últimos avatares del nuevo siglo, dejando una huella física y experimental en la literatura contemporánea.
Néstor Sánchez (1935-2003) publicó la primera de sus cuatro novelas, Nosotros dos en 1966, por el impulso entusiasta de Cortázar. Antes había sido bailarín de tango y hombre de barrio con una esquina de jazz. Después, escritor de prestigio, traductor de francés e italiano, lector de la editorial Gallimard, y a mediados de los ’70, impulsado por las enseñanzas de Gurdjieff, dejó todo para vivir como indigente, primero en California y luego Manhattan, como linyera, homeless, clochard, lumpen, sin que nadie supiera nada de él durante años. Regresó al país a mediados de los ’80 con un libro de relatos, La condición efímera (1988, reeditado por Paradiso en 2009), y la convicción de que ya no volvería a escribir.
Aun en los tiempos en que se publicó su último libro, los anteriores permanecían en las mesas de saldos de las librerías de Corrientes. Imperturbables, como si Sánchez se hubiera disuelto en la indiferencia de la guía telefónica de las lecturas. En los últimos años la situación ha tendido a revertirse con la reedición de alguno de sus textos, y sobre todo ahora con la publicación de su biografía, Sobre Sánchez de Osvaldo Baigorria (Mansalva), y El drama sin atenuantes. Conversaciones de Néstor Sánchez y Carlos Riccardo (Letra Nómade, 2012).
Dos libros que se resisten a acomodarse a las expectativas, prefieren hacerlas caminar y moverse constantemente, tal como hizo Sánchez en su vida. El drama sin atenuantes, que reúne cinco conversaciones del verano de 1989, es un diálogo “escrito” de a dos y desgrabado por uno solo acerca de las posibilidades de la escritura. Es el testimonio más pleno sobre el derrotero de Sánchez en las enseñanzas (el Trabajo, como él lo llama) de Gurdjieff que lo conduciría a la renuncia de la escritura: “Todo libro escrito es un libro que uno nunca volverá a escribir. Todo proceso auténtico de escritura es un proceso de pérdida”. No hay opción para Sánchez y, sin embargo, Riccardo (1956) insiste en lo contrario, y en encontrar una grieta en ese vacío autoimpuesto: “La escritura, en su disyuntiva ética, ¿desemboca siempre en silencio o locura? Uno puede resguardarse también en la razón...”. Sánchez sostiene que ya se le ha vuelto innecesario escribir, Riccardo reclama construir una nueva necesidad que lo haga posible.
En Sobre Sánchez, Osvaldo Baigorria da por sentado el camino de esa posibilidad, y con tal convencimiento que convierte la biografía de Sánchez también en un impecable relato autobiográfico que llega a leerse como autoficción. Un contrapunto en el que las similitudes no hacen sino marcar las diferencias: el escritor biografiado que deambulaba como lumpen por la isla de Manhattan, y el otro que comienza a escribir su libro al mismo tiempo que decide irse a vivir a una isla de Tigre. Dos estados para dos islas.
Los trece años que distancian a uno de otro le permiten a Baigorria realizar una lectura diferenciada sobre un horizonte similar de experiencias culturales. Porque también Baigorria supo de Gurdjieff, pero a través de un discípulo del gurú, mientras trabajaba como sembrador de árboles en la frontera de Canadá con Alaska entre fines de los ’60 y principios de los ’70, antes y después de lanzarse a la vida en comunidad, a la experiencia hippie, las drogas, el toque lumpen, robar por despecho una carísima edición del Kaddish de Allen Ginsberg expuesta en los escaparates de City Lights y después venderla para comprar la entrada a un recital de Ginsberg y Gregory Corso, dos de los beatniks que fueron guías luminosas para Néstor Sánchez.
Pero la cercanía no hace sino catapultar la diferencia, y una alternativa. En parte, generacional, y en parte ideológica. Los trece años de distancia, señala Baigorria, definen a Sánchez como beat con su modelo en Kerouac, y a él como hippie teniendo a Jimi Hendrix en el altar profano. Un cambio que implicaba que el jazz cediera ante el rock, y que en Argentina no hubiera lugar para el tango entre los jóvenes de los ’70, como sí lo había tenido para la franja etaria de Sánchez. El tango nada arrastraba ya de “lascivo ni marginal”, representaba la “cultura popular paterna y dominante”, y además “en decadencia según decían los mismos cultores con nostalgia”.
Una biografía-autobiográfica que nada tiene de complaciente y menos de celebración, y mucho sí de indagación sutil sobre una trama social que aún hoy nos marca las pisadas. Y lo lumpen, una y otra vez, que Baigorria insiste en leer por igual en Sánchez y en su propia historia. Lo lumpen como condición pasajera, como estrategia y como trampa. Uno fue homeless a los veinte años en la misma ciudad en que el otro lo sería una década más tarde y a sus cuarenta. Hay “un terruño compartido pese a las diferencias”, dice Baigorria y piensa en cierta homofobia patriarcal de su biografiado.
En El drama sin atenuantes, lo lumpen es una lengua que no se escucha, se mantiene intacta para no “atenuar” la conversación entre el narrador (Sánchez) y el poeta (Riccardo), circunscripta al punto límite de una experiencia. Esa cualidad hace que los dos libros se complementen a la perfección. El encuentro de Riccardo y Sánchez se da en presencia y se hace presente en la lectura, pero también hay algo más: en las conversaciones del ’89 Riccardo está por publicar Cuaderno del peyote y tiene 32 años, la misma edad que tenía Sánchez cuando corregía las galeras de su segunda novela, Siberia Blues (1967), y descubrió o se lo impuso por primera vez que debía hacer un cambio rotundo en su vida, lo que pronto habría de conducirlo hacia Gurdjieff. Dice que sintió “la necesidad grande de terminar con cierto aspecto” de su vida y del mundo de sus personajes, “terminar con un lenguaje, con la condición de lumpen que está en Siberia Blues”, sí, “y me di cuenta de que no sabía orientarme”.
Lo lumpen es un filo que corta, y a veces concentra el orden de las lecturas aun cuando cree desgarrarlas. Un vocablo con distintas acepciones, algunas de ellas opuestas, y que conviven sin mucho desconcierto en la cultura argentina. Baigorria se detiene a definir al menos tres. La primera deriva del término utilizado por Marx, “el lumpenproletariat”, para definir a los “trabajadores desclasados”, los trabajadores ocasionales pero también a los vagabundos, e incluso a los delincuentes. La segunda, en franca oposición a la anterior, alude al uso reivindicativo que, en especial, proviene del anarquismo y que reconoce como políticas las prácticas contra el orden establecido de los sectores marginales. Ninguna de las dos, sin embargo, es la que Néstor Sánchez convoca cada vez que pronuncia la palabra “lumpen” para referirse a sí mismo o a sus personajes, sino una tercera, “una acepción –dice Baigorria– más milonguera, más del arrabal”: el lumpen como aquel que no es otario, el que no cae en la red, el que se resiste a ceder, digamos, a una vida mocasín.
Las palabras son caballos de Troya cargados de otras palabras, y son históricas, jamás se quedan quietas. En la primera acepción, por ejemplo, se sostenía el epíteto despectivo “lumpen” que la izquierda, más o menos tradicional, acostumbraba a utilizar para referirse a quienes no se reconocían como parte de un colectivo definido por la clase, y que por lo tanto representaban la ausencia de la solidaridad, actuando solo por propio egoísmo y en base a un espurio beneficio inmediato. Una taxonomía que supo, también, volverse rígida y excluir a todos aquellos que presentaran una diferencia (“los desviados”) con respecto a quienes se erigían en portadores del único sentido. ¿Podría mantenerse sin matices hoy esa concepción, muy extendida décadas atrás, cuando las representaciones colectivas tradicionales tienen borroneadas sus características identitarias y han emergido nuevas subjetividades políticas? La pregunta redunda también en la orientación de cada lectura: ¿desde qué acepción de lo lumpen se lee aquello que se presenta como tal?
Hay situaciones en que el planteo de las preguntas abre más posibilidades que las respuestas, y ésta es una de ellas. ¿Habrá un tipo de acepción de lo lumpen que resulte más cómoda al statu quo de las sociedades de control en las que vivimos? ¿Algo que sintonice mejor con el estado de cosas que, justamente, se pretendería alterar o cambiar? Se podría leer en Cortázar, tan afín a Sánchez en su fervor por el jazz y los beatniks, un episodio de Rayuela que resulta un buen antecedente: el encuentro sexual de Oliveira y una clochard en una noche junto al Sena. Oliveira se decide lumpen siguiendo la tercera acepción, mientras que la novela presenta ese acto de su personaje con el sentido de la segunda; es decir, como una provocación al orden literario. Aunque no mucho: altera las reglas, pero mantiene el mismo juego. Manuel Puig, en cambio, arremete contra la primera acepción de lo lumpen en El beso de la mujer araña, contra la rigidez plagada de estereotipos de cierta izquierda revolucionaria hacia la posición del homosexual, “el desviado”. ¿Cuál será la acepción elegida por el lector en cada uno de los casos?
Tampoco lo lumpen puede homologarse al malditismo, esa figura mítica del escritor que invierte la ingenuidad del poeta-beatífico por la enfática realidad de su contrario. Es una condensación romántica que arrastra un relente aristocrático, mientras que el lumpen lleva consigo el plebeyo olor de lo barrial. El lumpen hace la suya, el maldito se decide por lo que nadie se anima ni puede hacer. Resulta difícil, aun así, trazar la diferencia. Es más, zanjar la diferencia absteniéndose del peso que puede gravitar la deriva hacia la locura.
¿Osvaldo Lamborghini maldito y Néstor Sánchez lumpen? Si hay respuesta, ésta define sobre todo el estado de una literatura. La pregunta no radica ya en conocer qué se lee, sino en qué cosa se busca (leer) en esas lecturas; no es lo mismo. La editorial que ha publicado Sobre Sánchez dio a conocer en 2008, Osvaldo Lamborghini, una biografía, de Ricardo Strafacce, un estudio pormenorizado de más de 800 páginas en un país donde escasean las biografías de escritores. Basta con hacer la prueba de nombrar a ocho autores argentinos del siglo XX para comprobar que de la mayoría no se encontrará una completa biografía.
Cortázar viaja de París a Centroamérica para reunirse con dirigentes sandinistas cuando Néstor Sánchez deambula por EE.UU., y Manuel Puig dicta cursos de literatura en Nueva York mientras Osvaldo Lamborghini en Buenos Aires se ilusiona por un comentario fugaz y peregrino de que Puig podría difundir sus textos, allá tan lejos habiendo tan poco bien cerca.
Cuando Néstor Sánchez escribe Diario de Manhattan, las notas de un diario sobre su experiencia como clochard (en La condición efímera), no piensa en ningún juego sino en el Trabajo que le hará tomar mayor conciencia de su cuerpo. Así, se decide hacer todas y cada una de las tareas habituales con la mano izquierda, quiere sentir ese desacomodamiento. Sencillo resulta encender un cigarrillo con la mano torpe, menos escribir con ella, aunque al conseguirlo disfruta con la sensación de “devolver el cuerpo a los cinco años”. Lo más complejo era aprender a afeitarse con la izquierda y anota, como si le ordenara a un muñeco: “Todo lo hará a partir de ahora el flanco izquierdo, incluyendo afeitarse”.
Baigorria interpreta la recurrencia de ese hábito cotidiano. Dice que “como linyera que se precie, sabía que lo único que debía mantener limpio a la vista era el rostro”. Y añade, acaso también para sí, como si mirara al espejo su propio rostro de profesor universitario que alguna vez fue otro: “Después de los cuarenta años, cada uno es responsable de su cara”.
Baigorria no conoció en persona a Néstor Sánchez, sí a su hijo Claudio, nacido en 1960, el que supo encontrar al padre luego de buscarlo durante años. Claudio cuenta que apenas lo vio en el aeropuerto se sorprendió ante la falta de equipaje: “Venía a quedarse en la Argentina después de 18 años de ausencia y apenas traía un bolsito vacío de tela de avión. Digo vacío porque se notaba que no tenía peso ni bulto”. Era 1986. También lo notó avergonzado por su boca casi sin dientes. Diario de Manhattan está dedicado a Carlos.
En una de esas páginas Sánchez registra que ha pasado por el bar donde Gurdjieff solía escribir y atender a quienes se interesaban en sus enseñanzas. El lugar ya es otro y sentencia: “Cuando un hombre empieza a trabajar en sí mismo, todo le habla”. Claudio dice que creyó que con Gurdjieff tenía un salvoconducto que le impediría vivir como los demás “que nacen, laburan, se reproducen y mueren”.
Aquella idea que a Sánchez se le había impuesto por primera vez al publicar Siberia Blues, ya lo tenía atrapado mientras escribía El amorh, los orsinis y la muerte (1969) y no iba a soltarlo. Como dice en El drama sin atenuantes: “Se creó en mí la contrariedad moral de que si estoy frente a un conocimiento objetivo, vasto, que contiene una cosmología, mi escritura va a ser una especie de atributo inmoral, (...) quiero decir que la escritura en esa dimensión pertenecería a un orden de misión de un hombre que ha comprendido y sabe por qué escribe”.
En 1969 la editorial Sudamericana publicó El amorh, los orsinis y la muerte y Osvaldo Lamborghini su primer libro, El fiord, con el sello Chinatown, una primera edición que aún podía encontrarse en oferta con los libros de Sánchez en las mismas librerías hasta entrados los ’90. Lamborghini escribió una reseña sobre El amorh... en la revista Periscopio –el nombre adoptado por Primera Plana luego de la prohibición de agosto del ’69– en la que invitaba al “goce de la lectura” de ese texto en que “lo marginal se vuelve central”. Sánchez no habría compartido una opinión semejante al leer El fiord, según cuenta la biografía de Strafacce. “Será lo primero que escribiste, pero para mí es una porquería”, fue lo que al parecer le dijo a Lamborghini en un encuentro ocasional en la casa de Germán García. En Sobre Sánchez Baigorria vuelve sobre el asunto sin llegar a mucho, y acaso no importe demasiado, o no debería importar. Quizás mejor sería preguntarse qué cosa hay en una causa que no sea sino una justa verdad siempre diferida.
Hay algunos pocos escritores de los que uno recuerda la primera vez que se los mencionaron. Ojo, no la primera vez que se los leyó sino la primera vez que nos hablaron de ellos, como un remoto Eldorado más allá de estas o aquellas páginas. El primero que me inició en la ExperienciaSánchezfue el escritor Carlos Catuogno en el atardecer demorado de una terraza con pileta en la que yo trabajaba. Catuogno estaba releyendo “La condición efímera” y me contó Sobre Sánchez “Un Joyce argentino”, resumió, un genio de la lengua, un bailarín, un solista que lo tenía todo, todo, se entiende, para “triunfar”, para consagrarse pero se mandó mudar, se im-puso a si mismo en el camino de una fuga interminable (El arte de la fuga es, como no, el título de una novela que le escurrió al editor para dársela al fuego), se esfumó, desapareció de los lugares que solía frecuentar y volvió una noche –cuando todos lo daban por muerto– para pasar después de recorrer medio mundo en la casita de los viejos los últimos años de una vida que siempre se empeñó en comprobar cómo se le escurría entre los dedos. Yo estaba todavía en plan de forjarme un panteón así que salí corriendo a buscar lo que hubiera y me encontré esta novela y una leyenda sin plazos fijos que el tiempo hacía crecer en tamaño exponencial.
Ahora me atrevo a decir que con Sánchez sucede lo mismo que con Lamborghini: hay dos lecturas, antes y después del libro de Osvaldo Baigorria (Sobre Sánchez) como las hay antes y después de la biografía de Ricardo Strafacce sobre Lamborghini (Osvaldo) y no porque sean libros que se parecen sino porque ambos han metabolizado la vida en literatura y se hace imposible leer si no es a través de ellos o haciéndose el distraído y remedando la virginidad del lector edénico de las primeras cosas.
Yo fui ambos lectores y quiero decir que, si cabe, disfruté más aún esta relectura que mi primer contacto con Sánchez. No sé si será por haber dado “la vuelta completa” o inflamado por el libro de Osvaldo pero lo cierto es que este regreso a la prosa de Sánchez fue como volver a escuchar ese disco que alguna vez gastamos de tanto hacerlo girar: evocación inevitable de aquellos tiempos pero seguro también certeza de lo bien que suena y nadie duda de lo bien que suena Sánchez. Ya sé que es casi un lugar común mentar la musicalidad de la escritura de Sánchez pero nadie explotó como él la dimensión musical de nuestro castellano rioplatense. “Escritura poemática”, “Escritura Jazzística” dijo él para satisfacer el hambre de etiquetas de la crítica, nosotros podemos simplemente decirle música por que sí, música vana. Sánchez, como Kerouac, de quien toma mucho más que de Cadícamo, era un escritor de la experiencia pero esa experiencia, como la “memoria de Shakespeare”, no vale nada por sí misma sino como sustrato, humus para que emerja de ella, entre ella, sobre ella, la literatura. Si se quiere, Sánchez nunca tuvo tanto para contar como cuando decidió quedarse callado: viajes por el mundo, autor en Barcelona, Traductor en Paris y clochard en New York, discípulo de Gurdjieff y escritor que se borra del mapa como una frase malograda y sin embargo, nada porque, como resumió en esa última entrevista “Se le había acabado la épica”.
Pero para hablar de Nosotros dos digamos que sí, es cierto, el imaginario de este libro con su forja de héroe de arrabal atrasa y puede que hoy nos suene anticuado o lo veamos como una pieza arqueológica producto de aquellos tiempos en que el tango se aprendía a bailar entre hombres en una pieza y no en “academias” en las que los turistas aventajan a los nativos y en la que todavía persistía esa alianza fundacional con la prostitución y cierto lumpenaje barriobajero. Pero al mismo tiempo un aire nouvelle vague bien sesentas recorre la novela (si hasta después de ver Hiroshima mon amour el protagonista escribe (cito) “Una carta en calzoncillos a Resnais” Porque también, si se quiere, Nosotros dos es una novela sobre mujeres. Sobre el amor, las mujeres y... El narrador protagonista pasa de una a otra como una suerte de Jean Pierre Leaud pero más serio pero más pobre pero más triste es decir más porteño pero el mismo deambular por los cines las disquerías las librerías las luces del centro el mismo existencialismo a la carta las mismas ganas –desesperadas– de vivir una vida que valga la pena sea lo que sea que eso signifique y no gastársela en chimangos, en morlacos que tirás a la marchanta. La misma pregunta arltiana pero en tiempo real “¿Qué estás haciendo de tu vida?”.
Recapitulemos: Un hombre conoce a una mujer bailando tango en un club social de Caballito. Se ponen de novios, se casan, tienen un hijo, se van a vivir a Bánfield, se separan, él se va a Uruguay, vuelve y se instala en un departamento en el quinto piso de un edificio desde el que mira por la ventana y recapitula su relación, su educación sentimental, su doctorado en calle con una maestría en fiolo, billar y minas dictada por Santana, figura tutelar. Es mentira que las novelas de Sánchez no se puedan contar por teléfono, como él se jactaba, se trata de que, deshidratadas de su lengua, reducidas a su argumento, resultan insignificantes. No vale casi nada lo que Sánchez cuenta (despojos de una vida más o menos típica de un muchacho de barrio con aspiraciones mitad bohemias mitad literarias) sino cómo lo cuenta. En Sánchez la invención se desentiende de la trama para concentrarse, por entero, en la lengua. Es el Sánchez que escribía tirado en el piso acompasando las frases al fraseo de Mulligan que sonaba de fondo. Entonces la felicidad para el lector acá no va a pasar por descubrir el avance de una trama que por otra parte va y viene al vaivén del recuerdo, mezclándolo todo como en un monólogo joyceano, sino en leer cada capítulo sin soltar el aliento y sí, también en extraviarse del sentido y seguir la melodía para recobrar el significado más adelante o perderse gozoso en esa música de la lengua. Por suerte no hay ejemplos porque toda la obra de Sánchez es el ejemplo del mismo modo que casi no admite el subrayado ¿cómo subrayar una canción? Alcanza con abrir el libro en cualquier parte y leer una frase cualquiera, empezarla incluso por cualquier lado y ya se está en Sánchez, ya entramos en su ritmo, una prosa que solamente él podía tararear. Hay un ejercicio constante en Néstor Sánchez que consiste en sacar a la lengua de los lugares que suele frecuentar. Me pasó una y cada vez que quise transcribir una frase de este libro para citarla que me equivocaba, que no podía anticipar la palabra que seguía a la anterior y antecedía a la siguiente porque en esta escritura la lengua está dislocada de todos sus lugares comunes, como si se hablara de nuevo, por primera vez y por eso creo que siempre se puede, siempre se va a poder volver a esta novela: aunque el tema envejezca, aunque toque un “clásico” la ejecución es siempre nueva. Ya sabemos que Néstor Sánchez se obsesionó con la idea de vivir trescientos años, si estuviese hoy acá seguro me cagaría a trompadas por decir que si no vivo, al menos estas novelas que nos dejó son una forma más de no estar muerto.
Ariel Idez
(Texto leído en la presentación de Sobre Sánchez de Osvaldo Baigorria y Nosotros dos de Néstor Sánchez, el 23-4-2013 en el Museo del libro y de la lengua).
Música Sánchez:
el camino más alto y más desierto
Por Pablo Ingberg
Néstor Sánchez era Messi: jugaba a otra cosa. Tengo para mí que, cuando ya nadie sepa quién era Messi, va a seguir habiendo uno que otro lector extasiado de Sánchez.
Messi duerme exquisito un pelotazo y arranca electrizado a pura gambeta indescifrable. ¿Qué quiere decir esa sintaxis de gambetas?
John Coltrane agarra una melodía, la desarma, la frota meticulosamente, le saca brillos deslumbrantes y hace aparecer al genio. ¿Qué quiere decir ese fraseo incandescente?
Nadie se hace esas preguntas. Nadie se plantea entender esas cosas, el placer estético que le causan un ritmo o una música.
Desde que empecé a regalar ejemplares de Siberia blues, El amhor, los orsinis y la muerte y Cómico de la lengua comprados entre saldos de Seix Barral en una librería de calle, creo, Talcahuano entre Corrientes y Lavalle a fines de los ochenta, no cesan de sorprenderme cada tanto confesiones de incomprensión, declaraciones de oscuridad y hermetismo. ¿Qué hay que entender?
Tengo un amigo traductor al que no le gusta el jazz por lo que no tiene de melodía. Otro amigo escritor al que no le gusta por lo que no tiene de estructura formal. Simplifico, pero algo de eso hay. En ambos casos, no les gusta por lo que no es, no por lo que es. No les gustan las peras porque no brotan del olmo.
Tengo otro amigo, estadounidense (quiso conocerme por mi traducción de Gatsby), al que le gusta y frecuenta mucho el jazz. Tiene oído finísimo para la literatura de su agrado, pero rechaza prácticamente en bloque lo que en inglés se llama modernismo, lo que trajeron las vanguardias desde principios del siglo XX; por ejemplo, James Joyce o Virginia Woolf, por citar a dos autores a los que estuve traduciendo mientras intercambiaba con él sobre el asunto. No cesa de asombrarme, le digo hasta el cansancio como a la pared, su oído cerrado en literatura a lo mismo que aplaude a rabiar en el jazz.
“... Siberia blues... no era un libro sobre el jazz, sino lo más parecido que ha existido nunca al jazz”, dice Enrique Vila-Matas, un tipo con oreja. Una autoridad. Un tipo de renombre. Extranjero. Internacional. Hay que escucharlo. Y ahí termina todo viso de ironía, no dirigido a él, en cualquier caso. Al contrario. Es del palo. Y dice que empezó a escribir después de leer a Sánchez. Todo un principio.
Cuando a mediados de los noventa propuse en un par de editoriales grandes que publicaran Cómico, hasta ese entonces nunca publicada en Argentina, sólo conseguí que en una de ellas le dieran a Néstor la changuita de escribir unos informes de lectura.
¿Qué es lo jazz de Siberia? Néstor se preparaba pacientemente, amorosamente. Leía poesía en voz alta con amistades poéticas a principios de los sesenta. La poesía no me ha sido dada, solía decir después en cierta vena. Arrancó por la narrativa, entonces. Pero con espíritu poeta. Las historias se cuentan por teléfono.
(Circulaba, parece, entre amigos y afines sesentistas. Mi tía de esa de-generación me invita en los ochenta a un almuerzo de reencuentro con gente de su juventud, entre ellos el poeta José Peroni, a quien había encontrado taxista. Otro de los presentes, antiguo marido de mi tía, cuenta anécdota. En un bar, Peroni le pregunta a algún secuaz, demasiado locuaz, por qué escribía poemas. Por ejemplo, cuando quiero decirle a una chica que la quiero... Pero eso podés decírselo por teléfono, irrumpió Peroni, dice el ex marido. Así vuelan las anécdotas de protagonista en protagonista.)
Para Néstor las historias son el opio de los lectores. Su entrega en la escritura es absoluta. Quiere idéntica entrega del lector. La historia es pasatiempo, él quiere alma. Literatura religiosa, a su manera. Comunión. Elevación del espíritu. Penetración en lo profundo del espíritu.
Coleccionaba notas, coleccionaba palabras. Ésa era siempre su recomendación: cuaderno de notas. Como coleccionaba un Charlie Parker melodías. Escuchadas por ahí, imaginadas por allá. Melodías porteñas en Néstor. De la Siberia infanto-juvenil, de los poemas leídos en voz alta, de los bailes en tango, del hipódromo. Epifanías Joyce en clave Sánchez. Llegado el momento, preparaba el “estado de gracia” (lo cito), el estado de escritura. Ceremonias, ritos. El mate, cierta música en el wincofón (alguna vez me sugirió el Stabat mater de Pergolesi). Entonces se sentaba ante la máquina de escribir como sus referentes Charlie Parker o John Coltrane se colgaban el saxo. Y se dejaba fluir, como ellos por las suyas, por esas melodías cultivadas amorosamente. Se terminó la historia. Es música. “Lo más parecido que ha existido nunca al jazz”. Nada más que entender.
No es, claro, que no haya ninguna historia. Si hay narración, y eso creo que nadie se pondría a discutirlo, no puede no haber ninguna historia. Lo que no hay es historia como hilo conductor. Un nace-crece-se desarrolla-muere, o introducción-nudo-desenlace. El cuentito. No. No hay historia protagonista. Hay otras conexiones y encadenamientos no explicables por teléfono. Un hecho estético en sí mismo. No se puede silbar todo un Coltrane. Hay que entregarse a escuchar.
Néstor lo llamaba novela poemática. No sé por qué pero nunca me sonó muy de mi gusto esa palabra, poemática. En alguien que inventó tantas palabras orgásmicas. Entiendo que se entiende más o menos y no había mucha opción. Novela poética está gastada hasta el cansancio. Si había que ponerle otro nombre, ahí está. Da idea. Mientras no sirva para comodidades académicas de etiqueta y archivo. No lecturas.
Cuando Cortázar, otro tipo con oreja y jazz, le dice, me cuenta Néstor (hace años lo conté en una entrevista y circula), le dice, caminando quizá por los Jardines de Luxemburgo, “vos llegaste más lejos”, le dice eso: Néstor llegó a música. La cumbre de la lengua porteña.
“Demencia: / el camino más alto y más desierto”. Así empieza el primer poema del primer libro de Jacobo Fijman. Curioso título, dicho sea de paso, el de ese primer poema: “Canto del cisne”. Anuncio de un silencio final cuando apenas se empieza a decir algo. Pero cantando. Cantando como el cisne, que canta solamente en ese mito del momento que precede a la muerte.
Néstor tomó desde principio a fin el camino más alto y más desierto. Ahí no puede haber demencia estricta: la demencia a la corta o a la larga no articula, se desarticula. Él tal vez haya sido siempre fronterizo. Tal vez no haya podido nunca articular esa muerte del padre cuando él era apenas púber.
Eres el sótano oscuro
con piso de tierra
donde ha entrado una vez
descalzo el niño
y lo recuerda siempre.
Estrofita de Pavese que le escuché citar más de una vez así, traducción suya, supongo, de memoria (hay una mezcla de él en el primer verso, pone “oscuro” de la estrofa siguiente: Sei la camera buia, en vez de “cerrado” que va ahí: Sei la cantina chiusa).
Lo conocí en sus últimos arrebatos de furor, regados de cerveza y ginebra encendedoras de mejillas y ojos y algún resto de pasión. Principios del ’88; principios de marzo, creo. Me invitó Liliana Heer (nunca dejaré de agradecérselo) al bar de Diagonal Norte, al lado del cine Arte (no sé si funcionaba en esa época). Todo ese año los miércoles; aunque en mi recuerdo se prolonga en duración. En medio del camino nos mudamos a la vereda de enfrente; o acaso ahí prolongamos con irregularidad otro año, otros años. Presidía emérito Juan Jacobo Bajarlía, a metros de su estudio de abogado, en cuyo sillón, me mostró alguna vez, había tenido encuentros cercanos con la joven Alejandra Pizarnik, hasta que ella se le apareció con valija de mudarse y la mandó a mudar. Comoquiera que haya sido, el Bajarlía abogado patrocinó al Néstor sin un mango en el reclamo a Sudamericana de derechos de autor nunca percibidos por Orsinis (aparecido con Néstor en Iowa y nunca más volvió, hasta ese momento). Terminó en acuerdo de no pago a cambio de publicar La condición efímera, lanzada ese año ’88 a la calle sin apoyo de prensa y con las puertas editoriales cerradas a perpetuidad para el autor y su abogado poeta y ensayista de vanguardia (dicho esto último luego por este último). Oh dios dólar. Me resuena una reseña lamentable de Jorge Masciangioli en La Nación, rebosante de rencor y sordera (meses después de morir Néstor, Masciangioli fue a reunirse con él en la Chacarita, ironías del destino tan temido). Cosa ajena a mis usos y costumbres, intenté hacer lobby para que le dieran ese año el Premio Boris Vian. Liliana Heer estaba en el jurado (la había conocido el año anterior cuando se lo entregaron a Néstor Perlongher por Alambres) y era un voto bien dispuesto, calculo. Bajarlía me figuro que también. Tal vez alguno de ellos fuera cómplice en mi intento. Visité a Nicolás Rosa, otro jurado. Me recibió cortés en calzoncillos con aire de pantalones cortos, en tiempos en que todo el mundo usaba slip. No recuerdo gran cosa de la charla. El premio se lo dieron a Tununa Mercado por Canon de alcoba. No puedo opinar al respecto porque no lo leí. Muchos años después leí otro de ella y me gustó.
Otros miembros de la mesa, a quienes conocía previamente de nombre. Luis Thonis. De él había oído hablar, con simpatía por sus singularidades, a Enrique Blanchard en su taller literario, al que asistí un par de años a mediados de los ochenta. Carlos Riccardo. Por historia de sus búsquedas personales, el de oído más curioso a la experiencia Gurdjieff. Gracias a eso tenemos para agradecerle el libro de conversaciones que grabó con Néstor. A veces veíamos un rato también a Hugo Savino, a quien sobre todo Luis Thonis mencionaba a menudo. Hugo venía a encontrarse antes con Néstor, que aprovechaba el largo viaje desde Villa Pueyrredón para hacer doblete de encuentros céntricos: un rato con Hugo y después nosotros.
Antes de conocer a Néstor yo sólo había leído Nosotros dos. Un compañero del taller Blanchard, Alejandro Palermo, por entonces estudiante de Letras, contó algo así como que Beatriz Sarlo lo había dado o mencionado en la facultad. Acaso mi memoria no sea del todo fidedigna, pero algo de eso hubo. Poco después, allá por el ’86, de recorrida por librerías de Corrientes, encontré y compré un Nosotros dos en edición de Seix Barral con elogio de Cortázar en la contratapa. Lo leí en enero del ’87 recostado contra alguna conífera del Parque Nacional Los Alerces. Tenía veintiséis años y medio. Me pareció un Cortázar mejorado. Menos historieta y demagogia, más escritura. Eso está desde el principio, más allá de que fuera después quintaesenciándose. (No sé decir del libro de cuentos inicial que él prefirió esconder debajo de la alfombra por “demasiado pavesiano” y jamás leí ni vi.) Precisamente eso que está desde el principio y después se quintaesencia es lo que había reconocido, según me contaría después Néstor, el propio Cortázar con oreja generosa: no abundan esos ejemplos de grandeza.
Un año después lo conocí en persona, por generosidad de Liliana Heer. Ese mismo año todos en la mesa nos pasábamos datos de hallazgos de sus libros, que rebuscábamos por la zona. Un amigo mío de esos tiempos que trabajaba en la librería El Lorraine de avenida Corrientes, Gustavo Romero Borri, me avisó que habían encontrado en el sótano y depósito de la librería ejemplares de Orsinis en edición príncipe de Sudamericana. Los compramos todos, poco a poco. Durante ese año ’88 leí entonces, en orden cronológico, Siberia, Orsinis, Cómico y el recién aparecido La condición efímera. Nosotros dos era jazz sobre melodías de tango. Siberia, jazz lanzado a melodías barriales menos reconocibles, quizá más personales. La apuesta subía.
Mi experiencia más fuerte de lectura, en ese paso entre mis veintisiete y veintiocho años, fue Orsinis. Era como un electroshock, no podía soportar mucha lectura de corrido. A las dos o tres páginas debía suspender, bajar a tierra, tomar aire, no podía sostener la intensidad. Como buen joven, me fascinó lo más radical de la experiencia literaria Sánchez. Lo más experimental, diría la etiqueta, hoy quizá condenatoria. Porque la sociedad entre mercado y facultad y prensa, necesitada de masividad, impone historia hace rato. Otra “dictadura del gusto” (Raschella en Innombrable, 1986). Un escritor y editor que confesaba inveterada admiración por Sánchez me dijo alguna vez que el tiempo lo había derrotado, que sus exploraciones eran cosa de otra época. No le falta razón. Hoy parece interesar mucho más la historia Sánchez que la escritura Sánchez desatenta a las historias. Tenía que morirse, hay tantos casos.
Después de Orsinis, Cómico me pareció en aquel entonces retroceso, un camino de vuelta hacia cierta legibilidad. En cierto modo, prenunciaba fin. Claro, todos somos profetas del pasado. Pero Néstor había hecho cumbre, no tenía camino más arriba y era demasiado grande de alma para aceptarse en el descenso o la repetición, que vienen a ser lo mismo. La condición efímera es diversa, despareja. Hay para gustos. Yo me quedé con, según el propio Néstor, la evocación de Juanele en “Adagio...”. Pero tiene su peso el “Diario de Manhattan”, de lo más masticable que haya escrito Néstor (digerirlo es otra cosa). Los que no puedan soportar no historias, pueden ir ahí y salir diciendo que leyeron su Sánchez. No es cuentito, pero está impregnado de varias realidades del entorno y el interno.
La especie humana no soporta demasiada realidad, escribió el tío Tom Eliot; en los Cuatro cuartetos, de donde viene también el all is always now o todo es siempre ahora de Orsinis. “Prufrock”, novela poemática a su modo, poema novelesco, era una obra de cabecera para Néstor, que abominaba joven aquellos poemas rimados de Borges recurrentes en el suplemento La Nación. Curioso poema “Prufrock”, de un jovencito que se proyecta viejo. En el ’99 traduje un “Prufrock” sin rima, como el que él manejaba. Pero con los años cambié de parecer: la rima cumple ahí una función nada menor; acometí una nueva traducción rimada. Me gustaría hablar de eso con Néstor. Quizás admitiría mi planteo: no se trata de rima sonsonete, mecánica, sino de rima irónica y caprichosa, “experimental”.
Acabo de caer en una cuenta que me mueve la silla debajo del culo (con perdón de Néstor: nos dijo alguna vez en el bar de Chacarita que hay que escribir como se habla con la psicoanalista, esto es, según él, sin palabras indecorosas, digamos; pero yo, contesté, le digo a mi analista pija, paja, y él se quedó mirando patitieso): cuando lo conocí, a principios del ’88, Néstor acababa de cumplir cincuenta y tres (el 7 de febrero), los mismos que estoy cerca de cumplir cuando escribo esto, fines de abril de 2013. Atenuante: él me llevaba veinticinco pirulos y a cualquier jovencito de diecipico o veintipico un tipo de cincuenta y tantos le pinta medio a viejo. Pero incluso con esa salvedad, cuánto mayor parecía Néstor, qué castigado de trajín su cuerpo. Como aumentado por una lente Prufrock.
Desde su regreso, vivió en la casa de la infancia y de la muerte. “Cabezón 2915”, como tituló Mariano Fiszman su extraordinaria historia Néstor, a la larga confluyente con la mía. Vivía con la madre, de la jubilación de la madre, que rondaba los ochenta años cuando lo conocí.
Buscaba trabajo. Un escritor inmenso que ya no escribe, ya no puede escribir. Que muchos años antes había decidido no escribir ya más, además. Cuántos intentos de inútiles impulsos. Liliana incluso acometió un a cuatro manos con él. Pero un albatros Baudelaire, desvalido ante el más sencillo trámite.
Ilustro. Fue a pedirle trabajo a Tomás Eloy Martínez, con quien en los sesenta había trabajado en Primera plana. Revista de la que fue tapa Néstor Sánchez como fue tapa García Márquez (prendió por historia, ¿no?) y otros que asomaban por ahí. Tomás Eloy le dijo que se presentara a beca Guggenheim. Lo instruyó a apadrinarse para el caso. Y fueron: Enrique Pezzoni (a quien conocía de Sudamericana), Augusto Roa Bastos (Néstor trajo a un encuentro de bar la copia de la carta padrina que le había enviado el propio Roa: que, si bien nunca lo había leído, por las referencias recibidas antaño de Cortázar se sentía humildemente honrado de ser él quien apadrinara a tan gran escritor) y Silvia Molloy (a quien conociera en tiempos de París). Ese año ganó Alberto Laiseca. (Según don google, fue en el ’93. ¿Hasta tan lejos se prolongaron encuentros esporádicos en bar Diagonal? ¿Tendré imágenes mezcladas?) Pero iba al trámite. Había que mandar paquete con papeles y ejemplares a Nueva York por correo privado. Lo acompañé de secretario o cadete, porque daba ternura verlo tan desvalido para ese acto común de vida práctica. Años más tarde Mariano le consiguió una computadora. Intentó en vano enseñarle a usarla. Una tarde en Cabezón lo intenté yo: imposible hacerlo aceptar que la máquina pasara por sí sola al renglón siguiente sin un golpe de inexistente palanca.
Qué impotencia ante su busca de trabajo. Cuento sin gran detalle sólo algunas de estas minucias –que siempre los amigos hemos preferido mantener en reserva en honor a la inmensa dignidad de Néstor aun desde el fondo del barro– porque de pronto no me parece tan mal recordarle al mundo cómo trata a algunos de sus habitantes de excepción mientras viven y con qué facilidad los mitifica cuando ya muertos no pueden demasiado perturbar. Nada que nadie sepa, claro. Van Gogh habría vivido toda una vida sin carencias materiales si hubiera vendido un solo cuadro al uno por ciento de lo que lo pagan hoy. Lugar común. Pero dan ganas de testimoniarlo cuando uno lo ha vivido tan de cerca. En aquel momento, Liliana tenía una respuesta muy simpática a esos pedidos nestorianos: si yo fuera Evita, vos serías director del casino. Y a él se le encendían de sonrisa los ojos de perro cansado. (Ya no estás debajo de la mesa, citaba alguna vez, agregando en mi recuerdo ese “ya” a un verso de Juanele sobre su perro muerto.)
Jean-Jacques, como llamábamos a Bajarlía, seguramente le habrá conseguido algún centavo de Sudamericana por La condición. Liliana le consiguió jurado de concurso (Messi de alcanzapelotas). Lo imagino leyendo en diagonal y rechazando todos, como contó que había hecho con cuanto libro de narrativa latinoamericana le dieron a informar en Gallimard durante su temporada en el París. Germán García le había dado espacio para un taller literario. Tengo vaga idea de que no pudo sostenerlo. Yo temerario venía coordinando uno en la Asociación Bancaria. Trabajaba en el Banco Central y creí ver ahí una posible salida laboral más afín: doble error, en mi caso. Mi mayor mérito como tallerero fue sin duda pasarle a Néstor la posta de los últimos cuatro o cinco sobrevivientes, más un par de amigas de otros pozos. A una de ellas, Mónica Volonteri, recuerdo que le dije una noche mientras caminábamos por la arbolada Pedro Goyena a la salida de Puán, donde éramos compañeros de griego antiguo: no te va a alcanzar la vida para agradecérmelo. En la casa de la otra, Victoria Morana, se hacían las reuniones, primero cerca del Hospital Tornú, después al costado de la Chacarita, desde donde mira ahora lo que reste de cuerpo nestoriano. Por relaciones tales supe cuáles textos leían con él: “Prufrock”, el joven viejo; Giacomo Joyce, un solicitante descolocado, hombre mayor de jovencita; “Kadish”, largo aullido de Ginsberg por la madre muerta. Todas narraciones poemáticas o poemas narrativos relacionados con la vejez o la muerte, dos caras que se miran de cerca. De casi todo ese grupo de taller hay testimonios en visiones de néstor sánchez, el blog que armó Mariano cuando nos cansamos de convocar a libro.
En aquel mismo año ’88 conocí a Quique Fogwill. Mi tía sesentista, Marta Ingberg, lo veía en la Facultad de Psicología, donde ambos daban clases, y quiso llevarle un ejemplar de un libro mío recién aparecido. Él, fiel a su estilo, lo bajó de un plumazo sin abrirlo. Después abrió, leyó un poco, se acercó y le dijo: che, no está mal, decíle que me llame. Yo no había leído nada de él, pero tenía un vago eco de que había armado algún escandalete con un premio Coca-Cola después de ganarlo, y sabía que había publicado poesía de los dos Lamborghini y Austria-Hungría de Perlongher. A partir de ahí leí varios de sus primeros libros, incluso uno de los dos de poemas que publicó en el mismo sello que los Lamborghini y Perlongher y que me regaló a regañadientes, porque los sabía olvidables. En cambio entre los cuentos y novelas cortas de Ejércitos imaginarios, Música japonesa y Pájaros de la cabeza encontré algunos bastante buenos. Quique era un tipo inteligentísimo y filosísimo. Siempre me pareció que su inteligencia era superior a su talento, y que él lo sabía. Tal vez de ahí viniera ese ejercicio constante del filo en los otros. Había que aguantarlo. Eso justamente me estimulaba de algún modo. Lo visitaba cada veinte o treinta días en su departamento de Arenales, medio en ruinas, como él, todavía con resabios de cárcel, bastante recluido. Con el tiempo fueron agotándose los filos de la charla y espaciándose los encuentros hasta la extinción. Poco después él fue empezando a retomar protagonismo público, un terreno donde no me siento cómodo, sobre todo cuando viene del afán de ocupar espacio antes que del efecto de una obra. No desconozco que él tenía obra, pero tampoco que esa obra no habría atraído sobre él tanta atención de no haber sido por sus talentos desarrollados en el ejercicio de la publicidad. Puedo equivocarme, porque no leí nada de lo que él escribió y publicó después de aquellos tiempos de claustro, pero por lo que he oído me parece que no. Como toda una vida no alcanza para leer ni el uno por ciento de lo que uno querría, los prejuicios cumplen una función selectiva necesaria. En cualquier caso, celebro el perfil alto en una obra, como en Néstor, no en el salir a cuchillazos públicos para pelearle la quintita a otro, por ejemplo. Vidas paralelas: mientras Néstor vagaba en el limbo de la inanición en descenso hacia el infierno, Quique subía a las marquesinas. Hace años que no leo casi suplementos. Mayormente me aburren. Me resultan más ocupaciones de espacios que sustancia para llenarlos. Soy un retirado de ese terreno. Sólo de tanto en tanto ojeo alguno. Rara vez me dan ganas de leer algo entero. El mayor interés que les encuentro se parece al de escuchar informativos radiales o ver los títulos de canales de noticias: tener una vaga idea de los asuntos que circulan por los primeros planos de las ocupaciones de espacios, un recorte de algunas cosas que por uno u otro motivo adquieren notoriedad más o menos pasajera (la literatura es noticia que permanece noticia, decía el tío Ezra Pound). En alguna de esas ojeadas pesqué hace un tiempo que alguien joven, cuyo nombre no sabía ni recuerdo, extrañaba al cuchillero Fogwill. No extrañaba su obra, su escritura, sino su filo cuchillero. No sin cierta razón: al menos él sabía sacudir un poco el tedio del vacío reparto de espacios vacíos. Ahora bien, mientras Quique ascendía así en protagonismo, un escritor tan superior a él como Néstor languidecía en la relegación. Con el tiempo, imagino, sin embargo, quedarán en el olvido los floreos cuchilleros periodísticos de Quique y las obras de uno y otro ocuparán el espacio que les corresponda por su propio peso. En fin, toda esta digresión, no tan ajena al meollo del asunto, nació porque quería contar que en mis tiempos de encuentros quiquenses le presté las novelas de Néstor, porque le había despertado interés con mis loas y entusiasmos, y él me las devolvió diciendo: no es para mí.
En aquella época Diagonal, había en Néstor, dije, todavía ciertos arrebatos de furor: en latín, furor, pasión, entusiasmo, delirio, inspiración, locura. Ahora, loco de encerrar jamás me tocó verlo. Todo lo contrario. El mundo entero a su alrededor parecía más digno de encierro y él afuera. A veces, sí, en aquellas nochecitas de cerveza y ginebra (él las dos mezcladas), hablaba de tercera dentición (se acomodaba incómodo postiza dentadura), hablaba de vivir trescientos años, como esperanzas todavía con visos de reales. Habló incluso de una “mesa de los diez”, que en su idea podíamos acaso llegar a conformar (y nunca supe muy bien a qué apuntaba). Algo de eso se trasluce en el cuerpo de su dedicatoria a mi ejemplar de condición efímera: “Para Pablo, como si la palabra destino –en la carne tan transitoria– fuese eficaz”. Algo de eso hay en el episodio evocado o invocado en el solo testimonio que pude vomitar, más que articular, en su momento para el visiones de néstor sánchez.
Necesaria una mínima digresión a mí. Judío nacido en pueblo chico sin judíos además, entre idas y vueltas he sido casi siempre mezcla rara de agnosceta y de ni-ni. Idea de algo complejisimisimísimo (sufijación superlativa Néstor: ¿en qué otra lengua puede hacerse?, decía picaresco) que excede para siempre nuestra posible comprensión. Inútil intentar cruzar esa frontera, aunque comprensible intento humano de cruzarla. Algo de eso hay en religiones y prácticas afines, exotéricas y esotéricas. Algo de eso hay, también, en la literatura. En alguna, al menos, de la que no me siento separado por un límite infranqueable, como el que sí siento a la corta o a la larga con exoterismos y esoterismos. Da para largo, el resumen corta brazos, alas, pelos, vuelos. Valga de atisbo. En muchacho de veintisiete a veintiocho.
Por supuesto surgía el nombre Gurdjieff. A mí me despertaba un interés como todo saber y aventurarse humanos. También cierto interés literario: había libros. Pero tanto no habrá sido el interés porque no leí ninguno. Había algo de ese límite infranqueable. Hay algo interno, visceral en mí que no puede tragar ni mucho menos digerir al Gurdjieff general y al Gurdjieff Néstor. No pude entonces ni puedo ahora conectarme bien. Una incapacidad, si se quiere. Ahora, ¿fue Gurdjieff demencia en Néstor? Se me ocurre que demencia no se contagia ni se inocula. Fronterizo era Néstor, seguramente antes y después de Gurdjieff, sensibilidad en carne viva. A la larga ahogada en pastillas. Pero eso es otro capítulo. Gurdjieff participó sin duda del escribir y del dejar de escribir en Néstor. Sea como haya sido o sea o fuere, en definitiva no lo siento demasiado relevante para mí en lo personal, ni como amigo en lealtad ajena a explicaciones ni, más perdurable y exotérica aunque íntimamente, como lector.
Otra breve digresión a mí. En el ’89 empecé cuaderno de notas. Venía de separación y frutilla de torta con una historieta pasional intensa y destructora. Lo empecé dándole incluso un nombre: Diario de un misógino. Qué buen título, dijo Néstor (lo veo decirlo en bar de Diagonal enfrente). Y así se llamó, con una carga autoirónica que pasó bastante inadvertida en el mundo literal, la quizá novela que escribí en ’95 y salió en ’99. Un Héctor Suárez por ahí toma prestado de él.
Interregno entre bares. Cuando se diluyó el bar Diagonal y hasta mediados de los noventa, lo llamaba por teléfono una o dos veces al mes y cada tanto había un encuentro. Cierro los ojos y lo veo esperarme en placita diagonal cercana a Cabezón cuando bajo del 111 ex 90 hoy 168 ex ex. Veo otra vez a la madre abrir la puerta en Cabezón y llamar: Néstooor, llegó Pablo. Nos veo caminar hasta el bar de avenida Mosconi y a él tomarse a media tarde un vaso o dos martona grande (así se los llamaba al menos en mi pueblo de niñez) de tinto común, acaso con un chorro de soda, saludado por los parroquianos. Lo veo una tarde en el bar de Forest y Lacroze en que me escribe en un papel: “Stabat mater: Pergolesi”. En el mismo papel en que acababa de escribirme, porque nos molestaba en el charlar la música curiosamente llamada funcional (¿funcional a qué?), en tiempos en que todavía los bares no tenían todos uno o más televisores: “Para Pablo; escrito en un cuaderno leve, en la ciudad de Los Ángeles, en un coffee-shop con musiquita funcional ininteligible, pero por momentos conminatoria en bobo rojo: ‘Suena, suena y no dejes de sonar, vieja musiquita. Algún día voy a hincarte el diente en todas las viejas musiquitas, vieja musiquita’”. (Bobo rojo era en su jerga personal el corazón.) Encontré ese papelito hace poco, buscando viejas cartas de Leónidas Lamborghini exiliado en México. A lápiz de mi puño y letra leo en el reverso: ¿1989? Pensaría que fue más adelante, pero más adelante es difícil imaginarlo en ese arranque locuaz. Desde que yo lo conocí, lo sentí siempre en cierto modo piedra Sísifo: necesidad de uno de poner el hombro y empujar, pero, mera ilusión, vuelve a caer. Poco a poco fue haciéndose (eso es de él: pronombre enclítico a su puesto final, decía; no “se fue haciendo”), poco a poco fue haciéndose más ilevantable la piedra. Un error, seguramente, de mi parte, pero que arroje la primera piedra el que no tenga dentro ese pequeño redentor iluso.
Néstor era siempre tan discreto, tan digno. Jamás lo vi en una agachada. Miseria del bolsillo sí, del alma nunca. Un noble, en todos los sentidos de la palabra. Sabía en secreto que había hecho cumbre y no necesitaba pelearle la quintita a nadie. No sé decir muy bien en otra época. Anécdotas lo pintan bravo, de piñas y cachetadas dar incluso. Pero no lo imagino peleando por quintitas, ni mucho menos con miseria humana y malas artes, sino más bien gritando su camino más alto y más desierto.
En sus días de Barcelona, nos contó alguna vez en algún bar, cuando se debatía si él entraba o no en el boom... Momento, ¿Néstor boom? Verdad que hay bibliografía de esa época donde lo ubican entre lo más destacado de lo nuevo latinoamericano. Junto con un Sarduy, cada vez menos recordado. O con un Puig. Pero Puig, como García Márquez, Vargas Llosa, nunca se salieron del carril de la historia. El carril que se quedó con el mercado. Como sea, en Barcelona invitan a Néstor a una charla o algo así de Vargas Llosa, que, oh tiempos, proclama y declama la idea del escritor comprometido... Hay que reconocerle el buen olfato al tipo: por ese entonces dominaba el mercado una ola izquierdosa. Hoy una ola derechosa. Por lo tanto, él siempre siguió fiel al compromiso. El que cambió de izquierda a derecha fue el mercado. En fin, allá le piden opinión a Néstor, el joven que asoma la cabeza en las alturas. Y él dice que son paparruchadas. Y queda excluido automáticamente del mercado boom. Creo, de todas maneras, que su exigencia de un lector comprometido, entregado en cuerpo y alma a la lectura sin bastones ni cochecitos ni andadores de historia y olas a la izquierda o la derecha según orientaciones de mercado o de partido (que en ocasiones miran para el mismo lado), todo eso lo excluía del boom desde el vamos, hacía de veras estallar el boom. En cualquier caso, no dijo aquello para pelearle al Vargas la quintita o la quintota; dijo lo que pensaba desde hacía rato y por lo que peleaba hacía rato y desde dentro de sí, y hasta lo habría puesto a piñas desde siempre que se diera la ocasión; dijo en resumidas cuentas (conector de su colección) lo que necesitaba decir desde el fondo de sus convicciones, y eso no sólo no le ganó ningún espacio sino que se lo quitó, si no para siempre, al menos para siempre en vida suya.
A mí no me ha gustado nunca mucho preguntar. Me parece la espada y la pared. Me encanta, en cambio, que me cuenten porque gané confianza. Ésa es mi inclinación general y no fue Néstor excepción. El asunto es que a su discreción constitutiva en cuanto a intimidades y miserias fue sumándose el silencio apastillado. No sé muy bien cuándo empezó a tratarse de pastilla firme. Seguramente así salió de los pozos más profundos y no hubo más colinas de furores momentáneos. Un encefalograma que tiende a línea recta. Hablaba así cada vez menos. Sísifo ya ni empujaba la piedra, se quedaba sentado todo el día. Por teléfono o en persona, uno tendía a hablar nervioso para ocupar silencio.
De suicidio hablaba a veces como anhelo posible y no valor de ejecutarlo. No era nueva inquietud (en alguien tan marcado de movida por Pavese). Corazón del primer párrafo de Nosotros dos:
Me asomé, tuve el mismo miedo de siempre a la altura, el mismo desasosiego ante la posibilidad y tentarme.
Y en el otro extremo de la obra, “Diario de Manhattan”, Pavese todavía presente, maestro de sinceridad irremisible y fin suicida:
De modo que decía el pobre Cesare durante aquellos años del bochorno premonitorio: esta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, inquieta, insomne, como un viejo remordimiento a un vicio absurdo.
De aquellos tiempos me ha contado Mónica Volonteri (hay que leer su testimonio en visiones de néstor sánchez) encuentros en un bar chacaritense, imagino el de Forest y Lacroze. Variaciones sobre diversos métodos para suicidarse. Pero fue después el padre de ella el que se puso la escopeta en la boca. Había que sostener esa piedra.
En el ’93 ó ’94 me había llevado Luis Thonis a otro bar, un bar de sábado a la tarde, y ahí poco a poco fui quedándome años largos hasta la disolución. Mesa que debió mudarse por reformas o cierre bar a bar y ya ninguno existe: El foro, El estaño, Premier. Todos en esquinas de Corrientes, en esa zona entre Callao y Obelisco que de pebete yo solía bautizar mi república: librerías, cines, teatros, bares, pizzerías, restaurantes en las transversales. Entre tantos otros que fueron y vinieron por aquellos lares bares de los sábados, siempre estuvieron de base Hugo Savino y Roberto Raschella. Con Hugo hablábamos seguido del Néstor con que nos encontrábamos los dos por separado. Sentíamos fuerte ese peso del silencio de la piedra sentada sobre Sísifo. Allá por el ’96 ó ’97 decidimos unir fuerzas. Roberto, que no había tratado a Néstor antes en persona, tuvo ganas de ser de la partida. Una vez al mes, a media tarde del sábado, partíamos del bar del centro a la Santa María de Corrientes y Olleros, Chacarita. Enseguida se unió Mariano Fiszman, que estaba en las mismas que Hugo y yo, sosteniendo con dificultad el a solas. Alguna que otra vez vino también Liliana Guaragno, que por su parte había hecho de las suyas por impulsar lectura Sánchez. Esos encuentros continuaron hasta que Néstor fue a parar al otro lado de Corrientes, el cementerio de la Chacarita. Nunca más volví a la Santa María hasta que no hace mucho con familia terminé entre idas y vueltas recalando a pizza ahí. Tristeza cementérica. Las sillas y las mesas me temblaban. La pizza parecía llorar.
Aquellos años de la Santa María los cuenta Mariano tan bien en “Cabezón 2915” que me considero escrito ahí y no siento necesario agregar nada.
Tan sólo otro vil avatar monetario ilustrativo acaso. En el ’97 por empuje de Raschella empecé a traducir para Losada. El director editorial, Jorge Tula, era asesor del diputado Alfredo Bravo. Por una dura historia familiar relacionada con entorno de otra vez mi tía Marta, yo sabía de pensiones graciables que podía otorgar un diputado. Tula gestionó, Bravo aprobó, Néstor tuvo la suya. Tiempo después murió la madre. A Néstor le tocó por eso otra pensión. Dos pensiones que sumadas no excedían en aquel momento la línea de pobreza. Pero normas burocráticas o quizás algún ajuste económico no las permitieron dobles. Le sacaron la graciable. La pensión para escritores que por ley llegó tarde para él años después se inspiró entre otros en su caso. No será lo único que le llegue tarde.
La muerte me toma la sopa, decía Néstor. Días atrás, releyendo Quasimodo después de un par de décadas, encontré esto (traduzco):
No me preparo a la muerte,
sé el principio de las cosas,
el fin es una superficie donde viaja
el invasor de mi sombra.
Yo no conozco las sombras.
Cierta trágica serenidad imposible en Néstor sobre la materia. Pero tomar la sopa e invadir la sombra son imágenes afines. Así se me aparece a veces Néstor Sánchez, en la sopa y en la sombra.
Soy despadrado y desmadrado desde el fin de la niñez. Destiado de Marta desde abril el más cruel del ’95. Desnestorado desde abril del 2003, hace en este momento diez años y apenas ahora puedo balbucear estas cosas. Uno se rejunta sustitutos de a pedazos por ahí y los amontona en un rompecabezas imposible. Otra juntidad espeluznante. Mi viejo me dejó una vara alta para medirme en ética. Pocos con tendencia a casi nadie la sostuvieron a esa altura como Néstor.
Se me aparece a veces en el tenista Gaël Monfils o el futbolista Mario Balotelli (con perdón de Néstor: que yo sepa, el único deporte que le interesó fue el turf en la juventud tanguera). Veo en ellos algo de su aspecto y espíritu: negros (algo de negritud lejana habría, pues, en los rasgos de Néstor así como en su jazz) más o menos altos (Néstor andaría por el metro ochenta y cinco) con un talento inmenso que no pueden gobernar y en los ataques de furor se les vuelve en contra. Como a Maradona a su manera.
La escritura de Néstor es como el gol de Diego a los ingleses en una versión Hueso Houseman: evitando él mismo su propio gol sobre la línea y eludiendo de vuelta a todos los contrarios en sentido inverso y otra vez y así sin parar hasta que termina el partido. ¿Qué importa el resultado? È una festa la vita (Siberia al final).
Lo que me pasó leyendo sus novelas, en aquel momento sobre todo con Orsinis, hoy tal vez sería más con Siberia o Cómico, ese estado de orgasmo electrochocado insoportable mucho rato de corrido, me atravesó una sola vez más en toda la literatura argentina que hasta ahora leí: con Diálogos en los patios rojos de Roberto Raschella, novela en absoluto menos “oscura” o misteriosa o enigmática que cualquiera de Néstor. Peras sin olmo. Pero con alma. Hay que leer lo que hay ahí, inmenso iluminado, en vez de oscurecerlo de lo que no es. Sánchez es Coltrane, Raschella es Mahler (no sé tanto de música como me gustaría, guitarreo sobre cierta base); Sánchez es el blues de Siberia Villa Pueyrredón, Raschella el sur porteño marcado de italiano. Más allá de las infinitas diferencias (hay individuo, hay personalidad), las operaciones son afines: los dos van a poema antes que a historia; a voz y ritmo en mitificación; a un lenguaje que vale por sí mismo, por su propio espesor, antes que por lo que cuente. No porque se niegue a contar, sino porque lo que cuenta encarna en ritmo.
Leo el principio de Nosotros dos:
La tarde en que me asomé definitivamente a esta ventana una mujer sola con una malla roja tomaba sol entre las sábanas recién tendidas; lo supuse porque había aire y no se movían en la soga.
Hay que asomarse a esa ventana. Leer, incluso salteado si a uno le da la gana. Visitar y revisitar. Degustar cada frase, cada ritmo.
Leo el final del primer párrafo de Siberia:
... todo esfuerzo embrutece, toda tentativa para incorporarse a la caravana del sudor se relaciona con el resto de la ciudad marmota, inminente, sacudida por el hollín y los despertadores.
Zeugma muy Borges esa conjunción de “el hollín y los despertadores”.
Visito un párrafo de mi recuerdo en Orsinis, la muchacha que hace hoguera de sus obras manuscritas:
... Batsheva con un palo viejo que conservaba restos de caca de gallina: removía y remueve los papeles ahumados y las primeras cenizas de papeles que, empelotados y siempre volátiles, se desdramatizaban entre las llamas.
No cito acá por demasiado extenso el largo párrafo final de Cómico, uno de mis preferidos y siempre recordados. El personaje asciende los ciento ochenta y siete escalones de piedra de la catedral de Notre Dame y, en “una veleidad aérea repentina o en todo caso (...) cierta manía secreta pacientemente alimentada y al fin de cuentas realizable”, se lanza al vacío y acaba estrellado contra el piso, “a tan pocos pasos de la única vidriera abarrotada de un negocio oscuro y hasta si se quiere apacible de souvenirs”. Lo último en novela escrito en Néstor: un suicidio magistral y lo demás es silencio.
Néstor Sánchez inventó su propio género y lo llevó a la perfección. Novela poemática o como quieran llamarlo. Es Néstor Sánchez y el molde se rompió. Es poema, es música, es novela pero no introducción-nudo-desenlace. Como la anécdota Berón que recuerda Hugo Savino en su necesario Néstor: el tipo cantaba, hacía música, y si alguien se quejaba de que no entendía la letra, lo mandaba a leerla en la revista El alma que canta. Como canta el alma de Néstor.
Es perfectamente admisible y hasta deseable que a alguien no le guste. A unos cuantos incluso. John Coltrane seguramente no habría llenado River diez noches seguidas. Pero sus degustadores tienen el derecho de escucharlo.
Tal vez haya sido error nuestro buscar editoriales grandes. Personalmente me dejé quizá tentar por cierto acceso más o menos allanado como autor a una y como lector informante a otra. Uno en babia tiende a pensar que a escritores grandes, editoriales grandes. Pero las editoriales grandes son editoriales grandes porque hacen negocios grandes. Una editorial con autores grandes y ventas chicas es una editorial chica. Si coinciden, como raramente, ventas grandes con autores grandes, tanto mejor. Pero si no, ya sabemos a qué lado se inclina la balanza. That’s capitalism, como dice mi amigo americano.
Fue decisiva la insistencia y persistencia de Claudio, el hijo de Néstor. Ahí fueron abriéndose al fin las puertas de editoriales chicas que tomaron la posta y lo pusieron otra vez en librerías. Ahora hay que leerlo, como siempre. Menos mito y vida rara y más lectura. De corrido, de a ratos, salteado, para siempre. A como dé lugar.
Adquirí nuestros libros y obra completa de Néstor Sánchez
comicodelalengua@hotmail.com
tel:4573-2900
Claudio Sánchez
Diseño de página: Paula
Bisignano
@nestorsanchezescritor
Néstor Sánchez