Para este caso, La condición efímera, nos encontramos con la posibilidad de verificar el material desde un ejemplar de Editorial Sudamericana, hallado en la biblioteca personal de Néstor, corregido de su puño y letra.
A la vez, nos pareció importante ofrecer una serie de informaciones adicionales que tienen que ver con este último ciclo de escritura, rescatadas desde una investigación que decidimos sostener para con toda su obra.




La odisea del atmán

Por Walter Cassara

 

Alto, descarnado y andrajoso, el hombre que camina a lentas zancadas por los senderos bucólicos del Central Park, se parece a una célebre escultura de Alberto Giacometti, pero en realidad es un homeless, uno de los tantos que también anidan bajo los puentes o en los oscuros callejones de la populosa isla de Manhattan. No obstante, ese hombre que ahora se ha sentado en un banco que mira hacia un espejo de agua, a unos pocos metros de la estatua de Alicia y el Sombrero Loco; ese hombre que murmura entre dientes algunas frases inconexas del “Don Juan” de Castaneda, y hace grandes esfuerzos por escribir con la mano izquierda aunque es diestro, en unas hojitas manoseadas que le cuelgan de los bolsillos raídos de su gabán; ese hombre que ahora fuma y silba un tango de a ratos, no es cualquier vagabundo: se llama —se solía llamar— Néstor Sánchez.

Sánchez, un apellido común y corriente que no dice nada; un apellido perfecto para camuflarse entre las catervas de linyeras que andan dando vueltas por el Central Park, que a esa hora —las diez de la noche— deja de ser el gran oasis de la Quinta Avenida para empezar a convertirse en un pabellón psiquiátrico, una cárcel de alta seguridad, un bosque lleno de vampiros. Sin embargo, este Sánchez rotoso y anónimo, al que muchos dan por muerto, fue alguna vez bailarín profesional de tango y un escritor renombrado que había logrado una excelente reputación entre sus contemporáneos, así como en prestigiosas casas editoras de Buenos Aires, Barcelona y París. Incluso sus primeros libros publicados en la década del sesenta, habían merecido los elogios de Cortázar y de Enrique Rodríguez Monegal.

Aun leída en ese contexto —el de la literatura latinoamericana de los años sesenta, una década pródiga en toda clase de rupturas y de experimentaciones formales—, la obra narrativa de Sánchez es atípica, extremadamente difícil y esotérica. Las dificultades que derivan de este esoterismo, papable desde los primeros dos libros y cada vez más acentuado en los tres siguientes, nunca se ocultan ni tratan de disimularse. Sánchez no hace ninguna concesión al lector, más bien le exige todo: desde una vasta competencia literaria hasta una profunda identificación con sus arduos derroteros espirituales. Para leerlo hay que entrar de lleno en su código, en su jerga privada y en su fraseo viscoso; hay que seguirle la pista que a menudo se hace errática, se tuerce y descoloca hasta para él mismo. En definitiva, para entenderlo, para pescar algo al menos, hay que convertirse en un acólito, un iniciado, un anacoreta del Central Park, una especie de derviche sintáctico, uno de aquellos “salteadores de los caminos celestes” —medio esquizo-joyceanos, medio charlatanes sufíes— de los que alguna vez habló Malcolm Lowry. De hecho, Sánchez comparte con Lowry —y con Daumal, Artaud y Kerouac— la exploración al límite de lo patológico de la conciencia religiosa, y algo que podríamos llamar “la pulsión autobiográfica”, que nada tiene que ver con la novelita familiar del neurótico ni con el confesionalismo romántico pequeño-burgués, sino que es eso nomás: una pulsión, la pulsión de un gesto desorbitado sobre la escritura, la pulsión de un action writing, donde ya no hay ningún artilugio posible para la subjetividad, ninguna puesta en escena, ni alter-egos ni máscaras u otras formas del desdoblamiento, porque no hay “yo”, ningún sujeto identificable o decodificable; lo que hay es más bien otra cosa: un vertiginoso devenir-otro en los ritmos sincopados de la materia, o en lo que viene a ser lo mismo: en las cadencias silentes y sedicentes de una lengua.

Mencioné antes el esoterismo de Néstor Sánchez. Algún lector desprevenido quizás podría pensar en velas perfumadas, incienso, mantras, marihuana, pulseras de colores, rock progresivo… Algo de todo eso puede haber de fondo (muy de fondo), ya que Sánchez se proclamaba un seguidor de la generación beat y decía escribir bajo el influjo de las técnicas de improvisación del jazz y el automatismo surrealista. Sin embargo, en Sánchez lo esotérico no se vincula tanto con el folklore hippy de los años sesenta como con una necesidad de preservar la palabra escrita del filisteísmo, cualquier forma de filisteísmo, llámese crónica, ensayo o cuento. En una antología de nuevos narradores argentinos, publicada a principios de los años setenta por Monte Ávila, el autor —quien fuera el encargado de compilar el material— aprovecha la ocasión para arremeter en el prólogo contra los reptiles de Filistea, deslizando de paso unas pocas fórmulas que bien podrían condensar su propio ideario estético: abordaje del texto —escribe allí— como “una experiencia directa en lo narrativo que salta sobre la noción de poema (supuesta raíz de la lengua)”; “empezar directamente con el aliento, con la novela o su parodia”; y sobre todo: nunca transar con lo que él llama la “prosa de cámara”.

Está claro, Sánchez pone la intensidad poética por encima de la novela, pero ojo: no reniega del realismo, sino de los eunucos y pajes al servicio de su majestad el realismo. Es más: Sánchez es un escritor realista —a su manera, claro, pero lo es—. Y lo es de un modo directo, ingenuo, incluso hasta “mimético”, de un mimetismo casi animal. ¿Qué hay más realista que la creación de una mitología propia? Sánchez es un creador de mitos, por eso digo que es un escritor realista, o al menos es alguien que entiende que la verdadera naturaleza de lo real pasa por lo mítico. En este sentido, es más un poeta que un novelista. En todo caso, es un novelista que ha asumido plenamente el agotamiento de las técnicas y los saberes narratológicos que consolidaron la idea clásica del género hasta la irrupción de Joyce, con quien la novela entra definitivamente —no hace falta ni decirlo— en la conciencia agonística de todo el arte moderno. No obstante, en la época en que Sánchez empieza a publicar, había toda una superproducción novelesca —ahora también la hay— que se disfrazaba con la vieja quincallería decimonónica y salía a facturar con los yeites ya patentados, e incluso desechados, por el naturalismo positivista, como si el Ulysses nunca hubiera existido, como si la novela pasara aún por el folletín de los sábados, y la gente fuera al teatro con gemelos y todavía no se hubiera inventado la electricidad.

Ya en aquellos dos primeros libros, que por cierto apelan a un tono experimental mucho menos crispado y hermético que los siguientes, Sánchez se declaraba un joyceano convencido y extremo, un verdadero kamikaze del fluir de la conciencia, listo para lanzarse de lleno contra los historietistas del realismo animado. Sin embargo, se propuso una meta quizás inalcanzable: se propuso ir un paso más allá del férreo andamiaje estilístico del Ulysses; quiso hacer jazz —o mejor dicho bebop— con el dandismo escolástico de Stephen Dedalus; quiso que las eyaculaciones oníricas de Leopold Bloom brotaran directamente de los pulmones de Charlie Parker, y que el capítulo de las preguntas y las respuestas fluyera como una jam-session. Alguien podría objetar que eso ya lo había intentado hacer Kerouac con dudosos resultados, y que mucho antes el mismo Joyce ya había inventado el bebop, cuando forjó en el Finnengas Wake, sobre la base de la lengua inglesa, un dialecto poético completamente autónomo y desconocido hasta el momento. No importa, ya que en la improvisación lo más significativo no proviene tanto de los resultados o de los procedimientos como de la ejecución. Y todavía más que de la ejecución, de la idea misma; y todavía más que de la idea, de lo mítico que encarna en la idea de la improvisación; la idea de una absoluta fuerza creadora desasida de toda norma lógica: una fuerza perfectamente equilibrada entre el azar y el cálculo, o como diría Simone Weil, entre la gravedad y la gracia. Una fuerza cuya materialización no puede abstraerse de su irrepetible devenir en el tiempo, y cuya sintaxis secreta bien podría ejemplificarse con esta imagen —también de Weil—: “Una ardilla girando en su jaula y la rotación de la cúpula celeste”.

Ahora bien, ¿se puede improvisar con la palabra escrita? ¿Es posible la improvisación de una novela entera? Ciertamente, es un tema que daría para una larga discusión, ya que las condiciones materiales que delimitan la palabra escrita parecen, a primera vista, contrariar los patrones básicos de la improvisación. Sin embargo, en el proceso de escritura, improvisación y composición son mecanismos indiscernibles, aun cuando la palabra ya haya sido fijada en el marco de la página impresa. Acaso más que la música, la escritura puede reproducir en el papel distintas tomas o secuencias de una tirada de improvisación, e integrarlas a su desarrollo en el espacio y el tiempo, reactivando así el proceso de composición original. Pero ¿qué hace que esas palabras reunidas por el azar no se conviertan en un conjunto caótico de pistas fragmentarias, ensambladas por algún simulacro de cohesión? El alfabeto, sin duda, es el estudio de grabación más complejo y perfecto que ningún ingeniero de sonido haya imaginado jamás: puede hacer que cualquier cosa se convierta en un arpa eólica. En Un coûp de dés, Mallarmé logró de algún modo grabar lo imposible, consiguió sintetizar la química de la improvisación, disponiendo la página como una cámara de resonancia en la que flotan idealmente las palabras, libres de toda atadura convencional, de modo que pueden recombinarse en distintas tomas o golpes de emisión, conformando una suma de impresiones mentales fluidas, que recrea todos los factores y facultades que intervienen en el proceso de la actividad creadora. Lo curioso es que haya sido justamente Mallarmé, el menos espontáneo de todos los poetas, quien haya dado con el artefacto textual que mejor se aproxima a la idea de improvisación en el lenguaje. Quizás no sea tan raro: la improvisación, al fin y al cabo, no tiene absolutamente nada que ver con la espontaneidad.

Sánchez quiso llevar a la novela no tanto los recursos estilísticos del bebop, sino el aura romántica y marginal del jazz a secas. Es decir, quiso devolverle a la novela —que es el género burgués, anti-mítico, por excelencia— la impronta de ese modernismo suburbial forjado por la mitología del jazz, con todo su consabido elenco de yonquis, místicos, putas, gigolós, genios y gánsteres. En buena medida, ese fraseo nervioso, sincopado, imprevisible, del autor de Siberia Blues, remite a los largos monólogos instrumentales del jazz de vanguardia, pero su verdadera entonación y su poética de la marginalidad provienen del tango, en su versión más prístina y “canyengue”, aquélla que se gestó en las milongas de barrio, los cabarets portuarios y el turf.

Del mismo modo que Gurdjieff declaraba, en Encuentros con hombres notables, escribir en contra de “la palabra putanizada”, Sánchez tiene muy claro cuál es el enemigo; lo dice explícitamente en Cómico de la lengua: “este tiempito de la otariedad en que repto”. Y luego añade sus posibles consecuencias: “entonces parecería que sólo se puede cerrar lo más herméticamente el hocico, o ladrar”. Precisamente, es en Cómico de la lengua donde el autor argentino alcanza un punto de incandescencia formal que podría, acaso, ponerse a la altura del mejor Céline, e inclusive de Beckett. Desde esas cimas sólo se puede volver desandando los propios pasos, o devorándose a sí mismo. Y Sánchez lo hizo, se fue masticando de a pedacitos la voz, página por página, como San Juan en Patmos. Pero no tuvo la rabia acorazada de Céline ni la serena desesperación de Beckett para bancarse lo que venga —si es que viene algo— después de ese salto al vacío. Desapareció luego, durante catorce años, quién sabe dónde, en las cloacas de Manhattan, en Calcuta o en Siberia —en su propia Siberia sináptica—; desapareció o más bien se lo tragó toda esa “juntidad espeluznante” de la que él mismo habló en La condición efímera, un último libro de relatos que puede leerse como una correcta y casi póstuma sinopsis de su abigarrado mundo interior, una breve muestra retrospectiva de aquellos catorce años de errancia misteriosa que siguieron al gran golpe de Cómico de la lengua, porque si resulta posible que la fragmentación total, la disgregación pura en el lenguaje, tolere algún paradigma discursivo que no sea el carrusel paranoide, Sánchez lo llegó a formalizar en este libro con una transparencia que no miente, una oscuridad sin impostura ni aspavientos.

Dado su absoluto desprecio por la narración convencional, de tipo realista, la novelas poemáticas de Sánchez podrían, en buena medida, resultar afines a los preceptos estéticos del nouveau roman, pero están mucho más cerca de la alquimia creativa, la producción en los límites de lo inefable de esos extraños y desnudos monumentos al vacío creados por el “sector teológico” del expresionismo abstracto estadounidense: Rotkho, Barnett Newman y Clyfford Still. En este sentido, Sánchez no escribe sino que “remingtonea”, vale decir: escribe, improvisa sobre el teclado, confiriéndole a estas acciones un valor más bien orgánico, puramente ritual e impersonal. Y en este remingtonear, en este traquetear y machacar la página en blanco, el alma se traslada fuera del propio cuerpo, se hace mundo, soplo vital, odisea del ātmán, respiración alucinada de un relato imposible. Roque Barcia, Nacha Ortiz, Mauro y Mercedes Chavarría, Juan Juan y el Fantasma, todo el elenco de personajes que desfila por las páginas de Cómico de la lengua es a su manera, si eso fuese posible, narrado por el ātmán. Vale decir que no son, en absoluto, personajes al modo convencional; algunos tienen nombres convencionales, pero bien podrían llamarse Fa o Do, Fusa o Corchea, porque son justamente eso: meras grafías rítmicas, figuras cifradas en un pentagrama no escrito, almas que reverberan en el lenguaje, almas que viajan en el carro polifónico de una Remington trepidante.

 Cuadernos hispanoamericanos - Madrid 2012


Un escritor para la literatura argentina

Por Ezequiel Alemian

 

Se va el tren. La literatura tarda, pero siempre llega. Sánchez vuelve a ser leído después de años de olvido. Un escritor mayor en una época, quizás, algo menor.

 

Su vida es conocida: en los cinco años que van de 1967 a 1973, en pleno boom de la literatura latinoamericana, Néstor Sánchez publica cuatro novelas: Nosotros dos, Siberia blues, El amhor, los orsinis y la muerte, y Cómico de la lengua. De inmediato se lo traduce al francés y es editado en España por Seix Barral. Las principales plumas teóricas de la época se ocupan con entusiasmo de su obra. Se convierte en una de las referencias ineludibles de la nueva escritura latinoamericana.

 

Entonces llegan su borramiento y el silencio. Los treinta años que siguen, hasta su muerte, en 2003, los vivirá en la errancia y en una mudez literaria casi absoluta: en Roma, en Barcelona, en París, en Nueva York, en Los Angeles; será lector en Gallimard, traductor del francés y del italiano (Daumal, Céline, Pavese, Michaux). Agobiado por el temor a la muerte, atravesará crisis psiquiátricas, buscará refugio en los pensamientos de Castaneda y Gurdjieff, gracias a los cuales pensará que podrá alcanzar los 300 años de edad, y terminará viviendo en la calle.

 

En 1986 regresará a Buenos Aires, a su hogar natal de Villa Pueyrredón, que compartirá con su madre. En 1988 publicará su quinto y último libro: La condición efímera. Se trata de una colección de relatos que, sin demasiada resonancia crítica, desapareció rápidamente de las librerías, y ahora acaba de reeditarse.

 

En resumen: una instalación fulgurante, inicial, en el mapa literario de su tiempo, un largo ocultamiento posterior, el olvido, su “retorno” literario quince años más tarde, en medio de cierta indiferencia, de nuevo el olvido y ahora, otros veinte años después, la reedición que se viene haciendo de sus libros. En este marco, es muy probable que La condición efímera sea la manera más directa para acercarse a su narrativa polémica y “difícil”, en la medida en que funciona como una suerte de coda en la que su obra anterior puede leerse en espejo, concentrada y hasta cierto punto “explicada”, sometida a revisión.

 

Entre los textos que lo integran se destaca El diario de Manhattan, un relato autobiográfico luminoso y conmovedor. Luminoso porque define y sintetiza casi en aforismos una serie de conceptos que ya habían estado operando sobre el resto de su obra, pero que nunca había explicitado, como si antes la explicitación, al rearmarlos, al releerlos, hubiese traicionado los textos. El diario de Manhattan es una decodificación deslumbrante y exhaustiva de la obra de Sánchez: ningún propósito concreto, un escribir en permanencia, la desprotección como autenticidad, la vida como una cuestión “desvariante”, la búsqueda de lo ineficaz intransigente, la conciencia como condena, la filosoficidad como escándalo, el rechazo por cualquier forma de lectura patológica, la imposibilidad de hallar un equilibrio, la oposición a la queja (“es despreciarse antes de aprender a renunciar”), al repudio, la no justificación, la ignorancia del que se ilustra (“me gusta, no me gusta; quiero, detesto; porque yo, porque yo”), cero en anecdotario, libre la memoria. “Verticalidad o indigencia”. “La conducta como oración cotidiana”. El lumpenaje. Y es conmovedor porque la elocuencia íntima pone en relación vida y obra del autor como no lo había hecho nunca (como, tal vez, siempre se había negado a hacerlo). Hay en El diario... una necesidad de hacer pie en un yo preservador, una necesidad de recuperar la presencia del propio cuerpo, que son dramáticamente transmitidas.

 

De todas formas, ¿acaso ese aspecto tan “desolador” de la obra de Sánchez no aparece ya claramente invocado en el epígrafe de Joyce que abre Cómico de la lengua: “Percibido por todos como nada”? Igual, en la medida en que es el más autobiográfico, el más explícito, el más expuesto a cierta descifrabilidad de lo pedagógico, La condición efímera también es (ni mejor ni peor) el “menos Sánchez” de los libros de Sánchez. En los relatos, la frase tiende a adoptar una formulación filosófica, a volverse concepto, enseñanza. Son cuentos que casi constituyen un arte poética: dan las claves de una obra que había hecho de la eliminación de (o de la no necesidad de) claves de lectura uno de sus motores.

 

Primera audición. Es un relato de aprendizaje con algo de zen su parquedad: “La muerte es una ausencia ininterrumpida de perro”. Informe para Emilia Ordaz narra las etapas de su relación con el baharata. Las grandes maniobras hacen de la errancia y del desplazamiento de la acción los objetos de su desazón por la mecánica narrativa. “Grandes” está aplicado con un sentido irónico. Como la obra anterior, novelística, de Sánchez, parece habitada por el impulso no de hacerse lo más legible posible sino de salirse del espacio de legibilidad de su tiempo, La condición efímera es su libro menos anacrónico. Representa un momento de duda, de vacilación. Tal vez incluso de arrepentimiento: en él, Sánchez se vuelve muy severo con su trabajo literario, “ese rumoreo estupidizante”. El escritor vuelve sobre sus pasos. Cargado con el peso de la incomprensión, finalmente intenta explicarse. “Me quedé sin épica”, dirá en una entrevista. Leído retrospectivamente, el arco que va de Nosotros dos a Cómico de la lengua forma parte de una serie de textos que, a su manera, durante los años 60, hicieron una lectura muy particular de cierta impronta novelística que ya estaba inscripta en los textos de Proust, Musil o Joyce. Tal vez no pueda hablarse de una tradición, en la medida en que parecen haber sido resultado de búsquedas independientes y diferentes; tal vez sería más justo hablar de una familiaridad transversal, la que liga a autores como Claude Simon con William Gaddis, a Julián Ríos con Guillermo Cabrera Infante, a Thomas Pynchon con Robert Pinget, a John Barth con Pierre Guyotat, con Andrei Bítov. Experiencias estéticas que en el proceso de descomposición de lo novelístico van un paso más allá de lo narrativo, casi como performances de escritura. Son un acto en sí mismo, una pura presencia (en un sistema que no sabe qué hacer con ellas), más que la articulación de un discurso. Por supuesto: también son la articulación de un discurso, y pueden leerse perfectamente en ese sentido. Pero la tensión que las habita, lo que surge, es hacia afuera. Como si pudiesen ser más una cosa que una letra. ¿Qué cosa? Un puro presente de actividad, por ejemplo. Un puro presente de actividad combinatoria, en el caso de Sánchez.

 

Son obras/experiencias que redefinen de manera radical la actividad de lectura: no hay historia que seguir, no hay personaje que caracterizar, diálogos que reproducir, paisajes que describir, no hay una idea que desarrollar. Son libros casi fractales: se pueden leer incompletos, por partes, al azar. Lo que hay por delante son siempre palabras, palabras y más palabras, acercándose y repeliéndose, iluminándose y opacándose. (¿No existe acaso un texto de Sollers, editado en dos tomos, que consiste en una sucesión de términos sin articulación gramatical alguna? Bueno: ¿qué es eso?) Basta con abrir cualquiera de las novelas de Sánchez y empezar a leerla para descubrir, antes que nada, el diccionario único que utiliza el autor. Términos fuera de circulación, a mitad de camino entre el anacronismo y el neologismo, a mitad de camino entre el glosario metafísico y el decir popular, o seudotécnicos, de una especificidad que parece evidente pero es inimaginable. Solamente los grandes poetas eligen las palabras como las elige Sánchez.

 

Después está la lógica de sus frases. Que no es conceptual ni descriptiva. Para Sánchez, la lógica de la frase es su ritmo. El ritmo se lleva puesto todo lo demás. En 1967, en un artículo sobre el lenguaje jazzístico, Sánchez establece una suerte de analogía entre el lenguaje de la novela y el free jazz. “Se trata de un ritmo –dice–, de una voz que empieza a esperarlo todo del desorden de las palabras..., abriendo las formas (en su capacidad infinita de asociación), hasta que no quede nada de ellas.” Leámoslo de vuelta: “Un ritmo que empieza a esperarlo todo del desorden de las palabras, abriendo las formas en su capacidad infinita de asociación, hasta que no quede nada de ellas”. Pero Sánchez no rompe la gramática, en todo caso la delira. Amante del tango, se sentaba a escribir sin plan de escritura, e improvisaba ya no en la aventura de tomar un tema, variar a partir de él y luego retomarlo, sino incluso (¡sobre todo!) decidiendo abandonarlo para no regresar a él. Se toma el tema y se lo destruye. “El resultado es riesgoso e imprevisible, alienta la emoción, convoca ganas de vivir. El único límite que hay es el de la propia disponibilidad”. Otra vez: “El único límite que hay es el de la propia disponibilidad”. Habla del que escribe, pero también del que lee. Sánchez exige lectores dispuestos. ¿Dispuestos a qué? A abandonar sus modos de lectura. Sánchez no confirma gustos. ¿Estamos dispuestos a deshacernos de los nuestros? La puntuación rítmica tan particular de sus textos (las comas, la ausencia de comas como tensión hacia un continuo) ha sido considerada como una suerte de derivación del estilo cortazariano. Es probable. En cualquier caso, si la prosa de Cortázar (otro amante del jazz) quedó a mitad de camino, pegada a una cierta banalidad de lo cotidiano, leerla desde Sánchez (y no leer a Sánchez desde Cortázar, como suele hacerse) permite reconocer y rescatar la voluntad de riesgo que mostraba.

 

Con respecto a la de Osvaldo Lamborghini, con la que a veces también se la ha comparado, la escritura de Sánchez presenta diferencias importantes. Osvaldo Lamborghini es un escritor superficial, un escritor de significantes. Para Lamborghini el lenguaje no tiene profundidad. La actividad de lectura es una actividad de deslizamiento. Para Sánchez, paradójicamente, en cambio, o precisamente, por esa disponibilidad asociativa, el lenguaje siempre está sometido a una actividad de desciframiento. Si hay una posibilidad de lectura, se la incorpora; si hay varias, se hace necesario elegir. ¿Cuál es el parámetro? Detrás del velo de las palabras, palpita un sentido contra el cual esa capacidad asociativa recorta su extrañeza. En Sánchez el sentido tiene profundidad. En la medida en que opera en esta distancia con la verdad, la figura del escritor que se desprende de sus libros es esencialmente moral. Podría pensarse que la de Sánchez es una literatura en una encrucijada irresoluble: al mismo tiempo que extremadamente material, es inevitablemente metafísica. Si es así, podría invertirse la frase y decir que La condición efímera es “el más Sánchez de los libros de Sánchez”, precisamente porque lo muestra paralizado en este punto. Como si disculparan lo que es esencial en su escritura, los que quieren normalizar a Sánchez aseguran que finalmente sus argumentos, o determinadas secuencias argumentales, pueden reconstruirse. También es probable. Pero en Sánchez no importa que los argumentos se entiendan. Sánchez es el desvarío, no el regreso al orden. A su trabajo podría aplicársele el concepto de una literatura de campo ampliado. Pero no en el sentido de incorporar a la legibilidad literaria textos o elementos extraliterarios, como se entiende este concepto para leer hoy lo nuevo autobiográfico, sino casi en su formulación opuesta: llevar todo el tiempo la escritura hasta el punto en que la lectura literaria corre el riesgo de no poder seguir asimilando el texto. La propuesta de Sánchez no es girar hacia adentro, sino hacia afuera. No hace canon ni sistema. No se incorpora: se pierde. (Y al perderse, se deshace de todos sus comentadores.) Sin embargo, en esa exterioridad “irreductible”, en la medida en que lo que dice no puede ser traducido o intercambiado por equivalentes satisfactorios, la posición de Sánchez es central. Como cualquier otro escritor, Sánchez no escapa a la soberanía del lector: sus libros pueden gustar o no gustar, causar entusiasmo o indiferencia. Contra eso no habría protesta posible, si hoy casi ni se lo lee. Pero desde el momento en que existen, desde el momento en que permiten pensar la literatura en todas sus posibilidades, obras como la de Sánchez se vuelven indispensables. En este sentido, son libros como los suyos los que, precisamente, liberan a los lectores de la tiranía del gusto (de su época).

 

Conversaciones inéditas

 

Ojo de rapiña (monólogos sobre una experiencia de escritura) es el título de un proyecto de libro de ensayos en el que Sánchez estuvo trabajando, pero que finalmente no pudo terminar de armar. En él iba a incluir, entre otros, su artículo “El lenguaje jazzístico”, que había publicado en 1967 en Primera Plana, y otro, “Jacques Vaché, el umor de la resistencia absoluta”, de 1970.

 

Los surrealistas, así como los beatniks, fueron una de las principales fuentes de inspiración para Sánchez, que frecuentó y tuvo relación estrecha con varios de los poetas de la revista Poesía Buenos Aires, entre ellos Edgar Bayley, Francisco Madariaga, Enrique Molina. Beckett lo obsesionaba: ese “no puedo pero debo”, que señala Hugo Savino en un artículo aparecido en el dossier “Sánchez” que hay en el número 3 de la revista Las Ranas. Y Kerouac. Y Joyce. El Joyce del Ulysses, sobre todo. El del Finnegans wake aparece más como una posibilidad a la cual la obra de Sánchez tal vez hubiese tendido, si no hubiese habido en ella ese factor místico determinante.

 

De muy joven Sánchez había sido bailarín profesional de tango. El tango es no sólo una presencia constante sino la canción que “estructura” su primera novela, Nosotros dos (título tal vez derivado del Nosotros dos aún, de Henri Michaux). Guillermo Saavedra señala “la voz de Raúl Berón, con su célebre desinterés por hacer comprensible el contenido de las letras” como el mejor ejemplo de cómo el tango, “en tanto canción, puede cumplirse plenamente haciendo caso omiso de la anécdota”. El caso de Berón para Sánchez tal vez pueda ser comparado con el de Jorge Bonino para Héctor Libertella. O no. Pero es interesante. Como “cómico de la lengua”, justamente, definía Libertella a Bonino, el arquitecto, maestro y actor cordobés que en 1965 inventó una lengua propia “indiferente a que se entendiera o no”. La actuaba, y empezó a llenar teatros. La gente iba a escuchar lo que decía. Estuvo en el Di Tella. Asfixiones o enunciados se llamaba una de sus obras. En 1969 viajó a Europa, donde permaneció sólo tres meses. Volvió acompañado por una asistente social. En Córdoba, se reincorporó a la docencia. En 1977 regresó al teatro. En sus Noescritos, Luis Felipe Noé recuerda que Bonino se preguntaba: “¿Cómo va a haber vanguardia en un país donde nadie quiere estar fuera de la sociedad? No hay nada más absurdo que hablar de la vanguardia del Di Tella, que es el lugar donde todo se vuelve institucional”.

 

Libertella señala que ya para esos años a Bonino “nadie quería entenderlo, y mi generación no lo ayudó. Ferruccio Rossi Landi, de paso por Buenos Aires, se interesó por el asunto y lo selló a su manera. “Es el castigo de la comunidad bien hablante a sus desviados. Un caso típico de muerte lingüística, dijo Rossi Landi”, recuerda Libertella en Cavernícolas. Volviendo a Sánchez: durante 1989 mantuvo largas conversaciones con Carlos Riccardo, conversaciones que conforman un libro, El drama sin atenuantes, que permanece inédito.

 

Ezequiel Alemian

 

 

Nota: los libros inéditos mencionados fueron rescatados y editados desde La comarca libros.


Néstor Sánchez y la errante renuncia

Por Adán Medellín

 

 

Para las editoriales soy un raro de cierto peligro para el buen negocio

de la facilidad y los lugares comunes que tanto abundan.

Néstor Sánchez

 

 

Néstor Sánchez (Buenos Aires 1935-2003) era un escritor en camino al estrellato literario en los años 60. Lector de Joyce, Keroauc, Ginsberg, Eliot y Daumal, admirado por Cortázar, amante del tango y del jazz, con cuatro novelas publicadas, renunció inesperadamente a la escritura y escapó de casa y de la fama editorial siguiendo las enseñanzas del filósofo G.I. Gurdjieff. Sánchez dejó la vida cotidiana por una existencia como vagabundo en distintos países, y comenzó a hacer toda actividad posible con la mano izquierda. Creía que viviría 300 años siguiendo los ejercicios del pensador armenio. 

 

Sánchez era un hombre de extremos, polémico y pronto para los golpes. Vivía en conflicto interior con su idiosincrasia, su inexperiencia, la realidad de la muerte. Había confrontado a Borges en una entrevista por su metafísica meramente “filológica”. Bajo las enseñanzas de su gurú, Sánchez buscó "caminar mucho cada día, rítmicamente, sin tensiones, como siguiendo un movimiento musical y manteniendo la capacidad de modificar el itinerario de forma súbita" (Baigorria: 35). Vivía con 2 dólares al día y dormía en un estacionamiento en California cuando su hijo pudo encontrarlo, más de quince años después de su huida. Entonces Sánchez ya oía voces y presentaba síntomas de esquizofrenia.

 

Cuando regresó a Argentina, con más de una década de silencio narrativo, Sánchez escribió su último libro y renunció a la pluma. La condición efímera (1988) es un difícil volumen de doce relatos, guiados por la música y no por los esquemas temporales de causa y efecto que tejen una historia secuencial. Ejercicio confesional de sus años de silencio, oscura bitácora de la búsqueda de la verdad interior, libro de sintaxis trastocada, secuencias poéticas, abstracciones y disyuntivas éticas, se resiste al sentido de la trama, incomoda y empuja fuera al lector que aguarda una historia convencional.

 

Osvaldo Baigorria, escritor y periodista argentino de simpatías anarquistas residente en El Tigre, decidió ahondar en Sánchez para alumbrar su último misterio: su abandono de la literatura y la vida común. Así nació Sobre Sánchez, un extraordinario ensayo narrativo que es a la vez una autobiografía soterrada donde un escritor vagabundo se confunde con su par. Vale atisbar la teoría narrativa de Sánchez desde la lectura de Baigorria: "improvisación... más que un estilo Néstor Sánchez parece haber un modo, una forma de tocar”; "para Sánchez, la escritura fue un modo de escapar a la cárcel del sentido" (17) o en palabras del propio Sánchez: "voy a la página despojado de todo aquello que creo saber por anticipado y la página me cuestiona cada vez más" (159).

 

Vagabundeo escritural sin rumbo fijo que corre al ritmo del momento. Influido por Joyce, la generación beat y el surrealismo; beneficiado por el fenómeno del boom pero crítico del mismo, Sánchez defendía la novela poemática. Su prosa crecía contra la novela esquemática tradicional, era una excusa para llegar a la poesía. Buscaba una escritura desde un punto de vista diáfano y sin preconcepciones, “que dejara entre paréntesis las pautas de la cultura y todo lo que uno creía saber de antemano” (39). Prefería escribir “no lo que sucede, sino el ritmo de lo que sucede”. En una atinada comparación de Baigorria, como un músico de free jazz, la escritura de Sánchez se mantenía “en una progresión de acordes, variaciones de tono y efectos espontáneos según el estado emotivo del ejecutante, que cada tanto vuelve al tema inicial pero que también puede correr la aventura y (…) no retomar el punto de partida. En una palabra, la fuga” (18).

 

Néstor Sánchez sostenía una novela “en la que no hay personajes ni acciones a cumplir, no hay tesis a ilustrar ni idea que defender excepto la de una aspiración terminante: para escribir un texto hay que estar convencido de que todo texto es un texto del que se puede prescindir" (16). Al principio, el desmantelamiento de la novela pasaba por la apertura de formas hasta que no quedara más de ella. Luego llegó la abolición del hábito mental, corporal y literario; la ruptura del gesto narrativo como costumbre.

 

Su nueva convicción filosófica lo alejó del “arrogante” diario íntimo para optar por un cuaderno de notas, escrito con la mano izquierda para vencer todo automatismo, que se volviera “una especie de cita consigo mismo” en páginas fechadas donde reflexionaba sobre dudas, intuiciones, lecturas y luchas vitales. Sánchez anhelaba la experiencia pura y concreta, esa que no podía mentir y se asimilaba a lo sagrado. Su escritura se volvió hiperconciencia del instante, azuzada por la verdad obsesiva del cuerpo, la finitud y la muerte como leitmotiv. Tras llenar estos cuadernos de cien hojas, los incineraba.

 

Años después, Sánchez declaró que había dejado de escribir “porque me encontré frente a un conocimiento sagrado [el Trabajo de Gurdjieff] que requería una humildad inédita”. Le dijo a la profesora y ensayista Marta Gallo que la “nostalgia de la escritura” se volvía “insignificante frente a la dimensión de conocimiento (…) al contar con un instrumento que ya no es el lenguaje sino el cuerpo en vínculo con lo sagrado” (39). Al final de su vida, enfermo y desencantado, repetiría lapidariamente que se le había acabado la épica. Sánchez dijo que nunca había inventado una historia. Buscaba una sinceridad total entre obra y existencia, escribía sobre lo que había pasado, tenía “un modelo épico de adhesión a lo vivido”, en palabras de la escritora Liliana Heer.

 

El caso Sánchez salta en las letras argentinas por su extravagancia polémica. Su fe en la palabra fue reemplazada por una urgente convicción de la verdad interior. Se consagró a una ética por encima de la épica que lo hizo abandonar las letras. Sánchez, según su amigo Hugo Savino, "estaba entero en la escritura, no en la literatura" (64), y su alejamiento del aparato editorial, la fama, el poder o el "compromiso", puede ganarle etiquetas de fanático, místico o esquizofrénico, pero revela ante todo la búsqueda existencial de un hombre hasta sus últimas consecuencias.

 

Baigorria describe los gestos de fuga de Sánchez como “un movimiento de salida siguiendo el rastro de alguna verdad que ya no podía o no confiaba encontrar en la escritura. Una verdad que estaría en las operaciones sobre el propio cuerpo y la propia alma. Esa verdad emergería de un principio de autoexploración, de trabajo sobre sí, de obra en proceso sobre la vida misma. La vida como obra de arte. La obra más difícil.” (89) Al volver de ese camino, Sánchez estaba arrasado, seco, vacío para narrar.

 

Tras años de olvido, el bonaerense ha vuelto al interés de los escritores de su país por esas ideas de ruptura que arriesgaron tanto en el papel como en la vida: Sánchez fue encarnación de la errancia humana en búsqueda de sentido, escritura inquisitiva que se acumuló hasta romper la hoja y exigió la transformación vital, incluso hacia el silencio.

 

 

Recuadro:

Narrativa de Néstor Sánchez

Escuchando a tu hijo (cuentos, 1963)

Nosotros dos (novela, 1966)

Siberia Blues (novela, 1967)

El amhor, los orsinis y la muerte (1969)

Cómico de la lengua (1973)

La condición efímera (1988)

 

Material de consulta: Osvaldo Baigorria, Sobre Sánchez, Buenos Aires, Mansalva. Campo Real, 2012, 170 páginas. 

 


La palabra escarmentada. La condición efímera, Néstor Sánchez

Lunes, 11 de mayo de 2015. Publicado por Marcelo Zuccotti

  La lectura fue disparada por un comentario sobre la poética de Juan L. Ortiz, en medio de un taller de lectura al que asistí durante el verano. Me recordó cuánto tiempo había dejado pasar antes de volver a la obra de Sánchez, un escritor local muy promisorio y reconocido hacia fines de los ’60 quien, de buenas a primeras, abandonó hogar, un hijo y la escritura y decidió emprender un viaje sin mediar comunicación ninguna, en búsqueda de ese camino personal que proponía Giorgi Gurdjieff a principios de siglo XX. El autodefinirse como un autor lumpen ayudó a su decisión de dejarlo todo y vivir de manera muy austera –como un mendigo o linyera- por más de una década, recorriendo algunas ciudades de E.E.U.U. Al regresar, decidió escribir su último libro con el que se despediría de las letras, asistido por su hijo. Éste es ese libro.


  El texto está compuesto por una docena de narraciones de distinta extensión en los que el autor repasa una selección de temas personales, como el despojarse de la queja, el desencuentro a manera de encuentro, el respeto hacia los demás como consigna de vida, la peregrinación constante como fin en sí mismo e ir siempre tras las huellas del maestro, todo ello conformando una suerte de ejercicio espiritual.


  También encara partes de su historia, a saber, el reconocimiento hacia una mujer, un triángulo amoroso del que fue protagonista y sus observaciones de la vida en Manhattan apuntadas en un diario personal –en el que narra su obsesión por desarrollar su lateralidad izquierda, desde escribir con esa mano hasta descender a la calzada con ese pie-.


  Su estilo narrativo, con frases que deben ser leídas con tiempo, es de un lirismo tan acentuado que por momentos parecen poemas hechos relatos. Asimilar lo leído requiere de buena dosis de paciencia, mas el resultado supera con creces el esfuerzo de interpretación.


‘Once países donde se reiteraron presentimientos y caería el desencanto sobre la parálisis, dos océanos, la consulta sistemática observándolo todo hasta reaprender por aditamento ninguna forma o auspicio ni siquiera relativo de impaciencia. Sencillamente la palabra escarmentada parecería indicar como nunca en qué medida resultaría desatinado establecer ahora, por cotejo, a qué habría en última instancia que dedicar la vida, o en su defecto parte de la vida.’


  Por último, es una obra que combina cierta mística urbana, mucho de movimiento contracultural y una mirada zen de la vida. Algo distinto, para un público selecto. Un autor a redescubrir.