La novela de los futbolistas que jugaban descalzos
Aparecida en 1967, se convirtió en una obra de culto de este autor inclasificable.
Vicente Muleiro
Diario Clarín
13 de junio de 2006
Cultor de la antinovela. O de la narrativa poemática. O de la narrativa del lenguaje. Ninguna definición encuadrará con exactitud al escritor que fue Néstor Sánchez (Buenos Aires 1935-2003) pues para él toda definición clausuraba y se parecía a la muerte, a una muerte que odiaba y que le había hecho delirar con una vida de tres centurias.
En los movidos años 60 Sánchez le acercó una novela, Nosotros dos, a su escritor preferido, Julio Cortázar, y aunque ese texto no estaba destinado a prenderse en las listas del Boom de la literatura latinoamericana, Julio, ya campeón en ventas, consiguió que la publicara Editorial Sudamericana para asombro de algunos y azoramiento de muchos más. ¿Que venían a decir esas largas parrafadas eufónicas, esas secuencias dispersas, como súbitos pantallazos a la postre olvidados dentro del mismo libro? ¿Venían a desafiar los callejones con escasas salidas que entonces planteaba la vanguardia? ¿A plantarse como posvanguardia?
Pues no era eso lo que quería el autor. El autor esgrimía una definición severa y juzgaba casi como un rasgo inmoral no experimentar con la narración después de que su novela tótem,Ulyses de James Joyce, hubiera tapado unos cuantos soles que habían salido hasta la segunda década del siglo XX.
Con esa poética descarrilada iba a conseguir lectores-fans y una evidente descolocación en el mercado. Pero el tiempo recoloca algunas cosas. Hace dos años el sello Alción, de Córdoba, reeditó Nosotros dos y ahora Paradiso se arriesgó con su texto más amado, Siberia blues, una novela situada en los arrabales porteños de los años 40, en la afamada "Siberia" de Buenos Aires, una zona donde Saavedra comienza a hermanarse con Villa Urquiza y que estaba dominada entonces por empedrados carcomidos y potreros donde un grupo de lúmpenes juegan al fútbol descalzos y hacen de su condición outsider una virtud. Los muchachos se suponen una aristocracia callejera que pretende esquivar cualquier variante de productividad porque no trabajar es la única y arriesgada actitud que permite darle cuerda al deseo y hacer de la mirada y de la acción una posibilidad de estética.
Es que el francotirador se había criado entre poetas (Gianni Siccardi, Edgar Bayley, Enrique Molina y Francisco Madariaga se contaban entre sus amigos) y leyendo, sobre todo, poesía. Pero decía que el verso se le negaba y que entonces no tenía más remedio que poetizar en prosa, quemarse con Joyce, admirarse con Cesare Pavese, enemistarse con casi todo el mundo.
A sabiendas o no, Sánchez fue un artista de la descapitalización: el creciente perfil de escritor de culto no lo tentó para quedarse en Buenos Aires. Entonces vagabundeó por Perú, por Estados Unidos —donde abandonó la beca que le habían otorgado en Iowa y vivió como un homeless—. Siguió los credos de Gurdieff y de Castaneda tratando de entrever quién le abría una puerta a la inmortalidad. También pasó por Roma, ancló en Barcelona como traductor de Seix Barral y en París como lector de Gallimard. En Europa le publicaron otra novela, Cómico de la lengua, un sprint violento para escapar del lenguaje que juzgaba esclerosado.
Ahora ha vuelto por aquí con Siberia blues. Avance el lector sin prejuicios, juegue con cada página y hasta atrévase a reconocerse en climas, calles y situaciones que alcanzó a vivir o que conoció de mentas. Se encontrará con aquello que un verdadero escritor quiere hacer: entregar un punto de vista con la cámara puesta en otro lado. Y con esos torrentes de lenguaje donde habita una estirpe de narradores en la que caben el español Juan Goytisolo, el mexicano Vicente Leñero o el cubano Severo Sarduy. Esos que no quieren reproducir un lenguaje ya oxidado por su trajinado uso en las alturas.
Por Néstor Tkaczek
Sin duda era el escritor más enigmático de la literatura argentina. Escribió muy pocos libros, cuatro novelas y un volumen de relatos, la mayoría de ellos hoy inhallables. Allá entre los años 60 y 70, en pleno “boom” de la literatura latinoamericana, fue uno de los niños mimados; hasta tal punto que Julio Cortázar recomendó fervientemente la publicación de “Nosotros dos”, su primera novela.
Con “Siberia blues” llegó la consagración continental; la crítica lo erigió como una de las grandes figuras continuadoras del prestigio creciente que en esos momentos tenía la literatura escrita en español americano. Y cuando supuestamente cualquier escritor hubiese disfrutado y se hubiese conformado con el éxito, Néstor Sánchez dejó esa senda y se internó por caminos más arduos y desconocidos.
Un destino trashumante y de búsqueda vital y mística lo llevó primero a Perú donde conoció las enseñanzas de Gurdjieff y luego a otros sitios de Latinoamérica; Más tarde deambuló por Europa, sobre todo Barcelona y París, y finalmente esa indagación lo trajo a Estados Unidos donde vivió como clochard varios años y conoció a los seguidores de Castaneda. “Quería vivir 300 años”, derrotar a la muerte, en el fondo ése es el gran tema de todos sus libros.
Para leer a Néstor Sánchez no hay que tener la actitud del sibarita, sino la del entomólogo. No es una escritura fácil, no hay anécdota; hay una escritura que se tensa, caracolea y como un remolino centrípeto indaga en las profundidades de la experiencia y del lenguaje e intenta conjurar la muerte y encontrar un sentido.
Sintetizó su poética en algún reportaje: “fui un buen lector de poesía más que de novelas, pero no me fue dado el poema. Entonces opté por una escritura poemática, sin darle mucha importancia a la anécdota ni a los personajes, sino más bien al tono del libro, como si el libro en su totalidad fuese un poema: cada capítulo un verso”.
Una concepción tan radical de la escritura no atrae gran cantidad de lectores, pero su estética lo erigió como un escritor de culto, con seguidores muy fieles. Estos realizaron un homenaje hace un tiempo al escritor porque creyeron que había muerto, ya que nadie sabía de su paradero; sin embargo Sánchez estaba vivo y curiosamente en Buenos Aires desde 1986.
En su última entrevista para Página 12 contó las razones de su silencio: “Sí. Yo decidí terminar con todo. Siento que se terminó la épica y dejé de escribir. En realidad, cuando yo escribía, mi vida tenía otra riqueza que fue perdiendo. Ahora me quedé sin nada: es la vejez. Siempre escribí en relación conmigo mismo, en relación con un estado de sinceridad irremisible. Le repito, se me terminó la épica.”
Transcurrió sus últimos años en la vieja casona de Villa Pueyrredón donde había nacido, entre mates, cigarros, tangos y recuerdos. Allí lo sorprendió la muerte en patética soledad el 15 de abril de este año; así se cerró el círculo hermético de la vida de este místico, traductor, bailarín profesional de tango, clohard, hombre y escritor singular.
Voces disonantes para una novela
Antonio Oviedo
Lo mismo que ciertas escrituras argentinas (las de Arlt, Borges, Macedonio, también las de Di Benedetto, Juan Filloy e incluso la de Wilcock en El ingeniero), la de Néstor Sánchez (1935-2003) continúa, todavía hoy, contraponiendo su testaruda resistencia a los encasillamientos de cualquier índole. La suya puede ser objeto de los más diversos intentos de comprensión, pero ninguno resulta suficiente ("la burocracia crítica –asegura Hugo Savino– no sabe dónde ponerla"), es capaz de fagocitarlos y recobrar luego su radical insumisión a los estereotipos del sentido común literario.
Es más: su obra apenas si necesitó un corto lapso para "completarse", para adquirir –entre 1966 y 1973– sus singulares logros. Y, sin ceder un ápice de la poderosa fuerza experimental que agita sus enunciados, la forjó en un período en cuyo transcurso proliferaban las estridencias de la literatura comprometida, canalizadas a su vez por opciones políticas inapelables. Paralelamente, esta breve carrera literaria estuvo erosionada desde el vamos por pendulares debacles existenciales.
Es mejor utilizar la expresión declive existencial para subrayar el estado cada vez más acentuado, paulatinamente descendente, de angustia, desdicha e incertidumbre (ante la muerte y su misterio) que jalonaron la vida de Sánchez.
No parece equivocado formularlo de este modo: se concedió a sí mismo esos siete años para escribir Nosotros dos, Siberia blues, El amhor, los orsinis y la muerte y Cómico de la lengua. En 1988, cuando aparecen los cuentos de La condición efímera, hace rato que se encuentra jaqueado por un ansia de nomadismo, de no quietud, de vacío espiritual que ni siquiera las enseñanzas de Gurdjieff atemperan o mitigan.
Pero cuando escribe Siberia blues, la prosa de Sánchez evidencia su apogeo. Éste consistió en llevar al plano de su textualidad la improvisación jazzística, una música por la que sentía una predilección cimentada en lo que el verbo improvisar justamente convoca: tanteos, intuiciones y hallazgos fulgurantes que no por ello aquietan búsquedas que se renuevan sin pausa. Charlie Parker (es suyo el epígrafe de Siberia blues), Thelonius Monk, John Coltrane, son nombres claves para el oído del escritor ávido de fundar la intersección utópica de dos lenguajes.
En las conversaciones (El drama sin atenuantes) con Carlos Riccardo, la aclaración de Sánchez es decisiva: "Al tratarlo como una improvisación sobre un tema dado conquisté el tono requerido" y pudo entonces soslayar el realismo testimonial subyacente en el argumento. Entre los ’40 y comienzos de los ’60, en ese lugar desolado, de frontera, que es "la Siberia" (Villa Pueyrredón), una barra de lúmpenes (el Obispo, Remigio, el flaco Colombres, Lobos, Ernesto el pintor, Ventura) cultivan una amistad casi pudorosa nutrida de claudicaciones, ínfimos heroísmos, fechorías, estafas, atracos, turf, cárcel, martingalas, falopa.
Y a este repertorio de vicisitudes, la escritura de Sánchez lo despoja de toda ilación narrativa mediante una sintaxis repleta de pulsaciones irregulares. Que aparte de trasladar ecos de otras lenguas (las de Joyce y Apollinaire, sin duda) a la vez inaugura ritmos propios, sonoridades desconocidas, en fin: voces disonantes concebidas por Néstor Sánchez para abrir umbrales únicos de audición con su novela.
Se sabe cómo empezó la Siberia, “con una carga algo repentina de brigada en desuso, de guitarrero viudos hace miles de años” Se sabe también que la barra de Tomasol es la gendarmería de sus fronteras, “en particular la franja urbana sin acceso posible para nadie que no hubiera nacido en la franja”.
La geografía siberiana tolera otros nombres propios: la calle Valdenegro, al norte, donde se achicharraban los plátanos; la farmacia Olimpo, “con algún frasco de esencia de banana en la trastienda”; el bar Trece, donde es siempre inminente el mediodía.
Néstor Sánchez creció aquí, en esta Villa Urquiza que fue nido de algunas aves vulgares: de Natalio Ventura “afónico, chueco de dicción”; “de esa especie de inside que es el flaco Colombres”, y sobre todo del Obispo, que tenía la costumbre de silbar desde la verja de Valdenegro.
Todos los otros datos se escamotean, deliberadamente: los personajes, en vez de asumir un comportamiento, se conforman con estar, con existir, con moverse; los paisajes son decididos por el narrador a su antojo, según sus humores, en una suerte de contraseña que deja piedra libre para el lector, que a su vez, los recree como quiera (“Hagamos que flote sobre el río aquel zapato tuyo”, escribe Sánchez, como quien busca un cómplice). También la historia vagabundea por el sur, por el norte y por abajo, con una maliciosa irreverencia hacia la progresión dramática.
Porque lo que Sánchez quiere en su segunda novela (la otra fue Nosotros dos, 1966) es descalabrar el género, torcerle el cuello a sus convenciones y a su retórica, y transformar el acto de escribir (o el de leer) en una experiencia de vida. El desmantelamiento no es solo verbal, no se detiene a nivel del lenguaje, aunque sea allí donde sus rupturas son más drásticas; Sánchez también desconfía del diálogo, y lo omite; de los desenlaces, y propone cuatro que, en rigor, no equivalen a ninguno; de los ordenamientos temporales y así aniquila a las estaciones, a los días que son consecuencia de las noches. Lo que propone, en cambio, es una novela libre, donde cada cual –el autor, el lector- sea dueño de inventar todas las leyes del juego, y jugar a su antojo.
Quizá resulte inútil explicar las cosas que pasan en Siberia blues porque también el argumento es un punto de apoyo para provocar sensaciones. En la página 57, por ejemplo, Sánchez llega hasta la anulación del lenguaje para describir (o sentir) la muerte del flaco Colombres: intercala un dibujo donde se percibe al flaco quemado por las balas de la policía, con su tosco sombrero en medio de la calle, su revolver tumbado bajo el sol (o la luna) y su portafolio negro, amarillo, morado, resquebrajado, impecable, enfrentándose a dos camiones inmóviles. Es en este salto al vacío donde Siberia blues encuadra se mejor justificación; es allí donde demuestra que la novela es riesgo y apertura, que la muerte del género (o su transformación) es en verdad un indicio de su segundo nacimiento.
Sánchez se lanza por esa brecha que él mismo acaba de abrir: torturando la sintaxis impíamente, escarneciendo los tiempos verbales, volviendo del revés el lenguaje, como a una manga vieja, va dejando que asome su nariz un nuevo país novelesco donde los sentimientos son una borra, un residuo, y donde los lugares, los personajes y los seres humanos se funden en una sola masa implacable que modifica en cada línea su manera de ser.
Así, el “Riachuelo es un despectivo de torero sevillano manco por cornada y debido a esto en gira de colonias”; así los signos de puntuación asumen la categoría de una clave de sol, de un calderón, de una semicorchea: “Beba te extraño coma y el que escribía bebía y escribía te extraño y comía y no sé cuando llegará el día coma en que volverás coma Beba coma entre nosotros.” Poco a poco se va comprendiendo que la trama de la novela es una trama de sonidos, y que la relación entre el autor y el lector se establece mediante ósmosis musicales: “…reina madre con párpados entrecerrados al solmuytibio, horquillas en la boca de la más joven que debido a este último motivo no canta. Sumo canario seleccionado a los aullidos, sumo rodillas que la más vieja y sentada con casal de hijos en la claridad. Cómo sigue la vida, cómo espuma en canaleta abierta.” La fonética (los solfeos) de la obra explica casi todos sus secretos.
El tiempo narrativo en Siberia blues es jazzístico; como en una improvisación -en una iluminación musical-, el narrador mueve su historia por lo atajos donde van moviéndose, a la vez, los instrumentos del relato. Cuando el lector toma cierta distancia para examinar los andamios de la novela, cuando cesa de estar comprometido con ella, empieza a percibir que el idioma de Sánchez es el idioma de Buenos Aires en carne viva, que la frase “turra verdad” puede significar no solo eso, turra verdad, sino también un café a medio tomar, la soledad de una vecina en la verdulería, el ronquido de una vaca en los mataderos.
Novela de cambio (en todos los sentidos de la palabra), así como Nosotros dos era una novela de tanteo, Siberia blues consigue instalarse en el único cielo al que los narradores aspiran: el de los escándalos. (Sudamericana 1967. Esta obra fue recomendada por el jurado del Premio Primera Plana de novela, en 1966)
Agencia Télam LA VOZ DEL INTERIOR
Sábado 8 de abril, 2006
Buenos Aires. A tres años de la muerte del narrador Néstor Sánchez, se reeditará este mes Siberia Blues, una de las principales novelas de una producción que en su momento suscitó elogiosos comentarios de Julio Cortázar, Emir Rodríguez Monegal y Ricardo Piglia, entre otros escritores.
Publicada originalmente en 1967, Siberia Blues evoca el barrio porteño de Villa Urquiza de los años ’60, a través de los integrantes de la barra romántico-anarquista Los Tomasol, defensores del “fuego sagrado del ocio”, que con la gestualidad iconoclasta de la época sostenían una consigna provocadora: “Todo esfuerzo embrutece, toda tentativa para incorporarse a la caravana del sudor se relaciona con el resto de la ciudad marmota, inminente, sacudida por el hollín y los despertadores”.
La vida de Sánchez –autor de culto injustamente olvidado hasta 2004, cuando la editorial cordobesa Alción reeditó su novela Nosotros dos– tiene un itinerario llamativo: va del impacto de su narrativa, que llamó la atención de editoriales europeos como Seix Barral y Gallimard, a llamarse a silencio a finales de los años ’60, época en que sale de la Argentina e inicia un vagabundeo de dos décadas por Venezuela, Estados Unidos y diversos países de Europa, por momentos de la mano de los grupos esotéricos de Carlos Castaneda y Gurdjieff.
Así, Sánchez, periodista, viajero, burrero y bailarín de tango –en 1955 fue bailarín profesional junto a Juan Carlos Copes en el club Atlanta– le dio la espalda al denominado “boom literario” que promocionó la narrativa latinoamericana.
Siberia Blues, escrita en clave de improvisación jazzística, entreteje a través de un personaje denominado Obispo historias de seres que hacen de la marginalidad un modo de vida. Alrededor de temas como la mujer, el fútbol de potrero, el billar, el “escolazo” y las martingalas, el bar, las carreras de caballos y hasta la planificación de un robo, Sánchez despliega un largo “blues” con los habitantes del corazón de Villa Urquiza, su barrio natal, que el propio escritor bautizara como “la Siberia”.
La literatura del Sánchez inicial, con ecos de Rayuela de Julio Cortázar, alcanza madurez con Siberia Blues en un estilo al ritmo de prosa poética, con resonancias de la generación beat norteamericana y el espíritu del surrealismo, sobre el que se mueven seres que lo viven todo como una experiencia límite.
Uno de sus amigos, el escritor Rodolfo Privitera, a quien Sánchez le dedicó Siberia Blues y bautizó como el personaje de su libro, Obispo, señala la vigencia de esa novela: “Cuando Julio Cortázar sostuvo que en Sánchez se encontraba el Joyce latinoamericano su publicación produjo sentimientos encontrados en la aldea bonaerense de aquellos años. Pero se puede afirmar que, así como en Joyce está su geográfica Dublín siempre presente, Sánchez con la ‘ayuda’ de Arlt, Marechal y Cortázar, construye una de las novelas más notables sobre la Buenos Aires geográfica y sus personajes en aquel momento histórico de los años 60”.
Fuente: Detrasdelabiblioteca
Cada párrafo de este libro podría ser un poema en prosa perfecto, un poema complejo, como una espiral en la consciencia a través del estilo y de las palabras. Pero es una novela como un gran poema o una gran espiral. Un texto en castellano asombroso y curiosamente casi desconocido, a pesar de haber sido señalado su autor como el mejor escritor argentino de su generación (años sesenta) por Cortázar, que consiguió que Editorial Sudamericana le publicase sus primeras novelas.
Entre Lezama Lima y James Joyce, Siberia Blues es una recuperación del pasado, una actualización de las imágenes que perduran en el archivo mental de cada persona y que se regeneran de un modo distinto con cada vivencia. Bien podría ser la acción de esta novela un hombre recordando, de nuevo, no en el orden en el que ocurrieron las cosas, sino en el orden en el que se presentan en el presente como imágenes mentales desencajadas.
En este sentido, el autor no ordena las imágenes para ofrecer al lector un mundo completo, cerrado y ordenado (lo único que puede hacer es dejarse llevar y disfrutar) sino que sirven para resituar al narrador, al poeta, construyendo no una narración, sino un espacio, físico y mental, y un espacio, además, que cambia. También es un ejercicio de estilo extremo y aquí radica la verdadera importancia de Siberia Blues, en cómo el estilo se transforma en emoción. Quisiera que se entienda bien, no un alarde de virtuosismo técnico académico, sino todo lo contrario: literatura sin límites, absolutamente libre. Pero literatura: palabras insertas en frases conscientes de sí mismas que tienen un significado literal pero al mismo tiempo sugerencias subjetivas ilimitadas. Frases no que describen imágenes, sino que surgen de ellas como las hojas en un árbol.
Leer este libro casi desconocido es una maravilla, primero, por ser uno de los textos artísticos más interesantes del castellano en los últimos años; segundo, porque al leer la novela uno tiene la impresión de ser la única persona en el mundo que la está leyendo, como descubrir un barco español naufragado con un tesoro y saber que vas a ser rico.
Siendo sincero, la novela la he tenido que leer dos veces seguidas y aún así no he terminado de entender "lo que pasa", en cambio, sí lo que cuenta... Por ejemplo, el primer párrafo. Perfecto:
Empieza con una carga algo repentina de brigada en desuso, de guitarreos viudos hace miles de años: cuarto de siglo más tarde se hace extranjera pero nostálgica referencia a los bajos entonces mal iluminados de Villa Urquiza, en particular la franja urbana sin acceso posible para nadie que no hubiera nacido en la franja y donde la legendaria barra de Tomasol, la que defendía el criterio de frontera, mantuvo a cualquier precio el fuego sagrado del ocio: todo esfuerzo embrutece, toda tentativa para incorporarse a la caravana del sudor se relaciona con el resto de la ciudad marmota, inminente, sacudida por el hollín y los despertadores.
Normal que a Cortázar le gustase…
Si existió alguien en el mundo de las letras locales, además de Roberto Arlt, que hizo de su prosa un culto a la ciudad de Buenos Aires, no pudo ser otro que Néstor Sánchez. Es tan grande su poder de observación de los tics propios de la metrópoli, su particular forma de expresión, sus modismos y su historia, que en cada uno de sus trabajos el lector encuentra una identidad social.
Esta novela narra la historia de una barra de muchachos –la de Tomasol- ubicada en una quinta de Saavedra, en la periferia de la Capital Federal –hoy, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina-. Ambientada en los años ’40, este grupo vive ocioso en las inmediaciones del predio, sin quehacer más conocido que alguna ‘changa’ o el malvivir, hasta que el peronismo surgente –apostrofado con una contundente afirmación: “la caravana de sudor”- decide despojar a sus ocupantes mediante el loteo del espacio, con el fin de establecer un barrio obrero, un museo y un parque. La mudanza del último morador y sus despojos a otra barriada, a lomo de caballo y carro adjunto -que cobra ribetes de destierro-, desencadena una multitud de imágenes del pasado de todo lo que ellos –los poseedores del “fuego sagrado del ocio”- habían vivido allí; es una catarata de recuerdos que toma la forma de collage fotográfico.
Escrito en 1967, es también la historia de una amistad aparecida entre dos jóvenes en ese locus llamado Villa Urquiza, que concluye con la desaparición de uno de ellos sin dejar rastros, quince años después, al cumplir 30 años –anunciando, sin saberlo, lo que una década más tarde se convertiría en diaria moneda corriente-.
La añoranza de lo que fue pero ya no es, acentuada por el uso adecuado del lunfardo –dialecto de los bajos fondos- y las descripciones de sus protagonistas, tomados de los mundillos de la droga –la ‘falopa’-, el turf –los ‘burros’-, el juego –la ‘timba’-, la prostitución o el robo, la novela resulta un retrato, un fresco elocuente de la sociedad de clase media baja de los ’60 y de su pasado inmediato.
Lo sorprendente es la oralidad del texto, que ensambla perfectamente con la cadencia musical que encarna el jazz; el origen marginal de sus personajes y la fidelidad de una amistad que se hace presente hasta el final, otorga fuerza argumental a la narración e hilvana el conjunto de evocaciones y hechos que los van conduciendo a la cárcel, a la muerte y, en definitiva, al olvido.
A título personal, me encontré con frases, expresiones idiomáticas, alusiones a una jerga que mis propios padres utilizaban cotidianamente cuando yo era aun un “purrete” y escuchaba los comentarios y epítetos entre sus amigos, sin poder entender qué decían. Una suerte de recuerdo de infancia.
Es un libro magnífico, que delinea como ningún otro en ese período el latir de esta ciudad a la que pertenezco, y uno de los mejores para acercarse al universo literario de Sánchez.
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Claudio Sánchez
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